Ma. Antonieta Torres Arias *
Publicado en Tramas, subjetividad y mujer, núm.2, UAM-X, julio de 1991.
http://www.udg.mx/laventana/libr2/torres.html
Preguntarse qué sentido tiene hablar del origen de ese cuerpo de mujer que nació para
ser una ausencia,un no sexo, no es para volver a las tantas veces repetida función
femenina y al misterio de la feminidad corporal, sino para reflexionar sobre la
especificidad del dolor femenino en la doble vertiente del dolor psíquico y del dolor
corporal.El cuerpo de la mujer es un cuerpo sufriente desde el momento en que se
constituye, de entrada para la mirada de otro, en un cuerpo con el signo de la falta fálica.
La cuestión para la mujer es cómo tener un sexo cuando algo falta; cómo aceptarse comoobjeto del deseo del hombre y, más aún, cómo sostener ese deseo y poder gozar en elamor en el lugar donde algo falta.
Lo propio de la feminidad es esta pregunta irreductible, sin respuesta. La interpretaciónpsicoanalítica enuncia que para la mujer es la Otra, esa mujer primordial, la que sabe quées tener un sexo cuando no se tiene falo, o la que sabe qué es tener un falo para unamujer que no lo tiene. De allí adviene objeto de amor esencial y, a la vez, objeto deenvidia y rivalidad.
Nunca es más evidente este estigma de la feminidad como cuando la mujer llega a la
madurez, que resulta algo catastrófico en su vida; catástrofe referida, pensada a nivel decerteza, de quedar excluida del registro del deseo masculino. En el paso a la vejez, lamujer ve comprometido todo su ser ante una violencia que se inscribe como una muerteanticipada del cuerpo del deseo. Ello implica, por tanto, asistir al derrumbe de un cuerpoque es sostén del deseo de otro; asistir al derrumbe narcisista.
Es en este momento cuando la Otra, a la que le dirige su discurso, toma cuerpo y reactivalas interrogantes sobre su ser; reaparecen los odios, envidias y temores infantiles. Es elmomento en que la experiencia de dolor se efectúa en el interior de un "yo cuerpo". Comosi con el dolor -dice Pontalis- el cuerpo se transformase en psiquis, y la psiquis en cuerpo.
Para este yo cuerpo, o para este "cuerpo psíquico", la relación continente-contenido es laque prevalece, se trate del dolor físico o psíquico.(1)
Como dolor psíquico cuando el cuerpo, como objeto de la catexis narcisista, deja de tenerla función de posible respuesta; entonces se hace presente, por el contrario, lo que está ausente y perdido para siempre: el objeto de deseo. Y como dolor físico cuando la mujer sabe de su función femenina al sufrir la transformación corporal, los humores, las secreciones, el sangrado, el parto, la menopausia, circunstancias y hechos que le marcan los límites del cuerpo y la existencia de un agujero, de una herida. Puede plantearse una hipótesis: la inscripción psíquica del cuerpo traza una diferencia sustancial entre el hombre y la mujer; la mirada, el tacto y la voz materna dirigida al infans llevan la impronta de la diferencia radical de los sexos. Pensamos que en esta hipótesis se localiza la primera inscripción en el inconsciente de la diferencia sexual anatómica que vendrá a rescenificarse cuando el niño/a constata en la realidad esta diferencia.
Si aceptamos la tesis de que la madre es quien representa en primera instancia al Otro y, en consecuencia, quien con su deseo y su discurso inscribe al infans en lo simbólico, y si acordamos con Freud que el hijo es en el registro del deseo femenino el subrogado del pene faltante, entonces podemos afirmar que para la mujer no es lo mismo parir un varón que una niña. La representación del cuerpo para la psique y de la psique para el cuerpo, y el problema de la identificación de uno u otro, estará desde el principio determinada por la carga libidinal que la madre sea capaz o no de conferirle y por la cualidad de esta investidura con mayor o menor erotización o sublimación.
En términos de Piera Aulagnier, para la psique no puede haber información alguna
separada de una información libidinal.(2) Considera que todo acto de representación es coextenso con un acto de catectización, y que toda catectización se origina en la
tendencia característica de la psique a preservar o rencontrar una experiencia de placer.
La madre tiene una función capital para la estructuración de la psique en cuanto
proporciona al infans una envoltura externa de mensajes que posibilita la traducción de los signos perceptuales a otra significación. Freud puntualiza que ante toda nueva
deducción estamos precisados a traducirla, a su turno, al lenguaje de nuestras
percepciones, del que nunca podemos liberarnos.(3) Lo real objetivo permanecerá
siempre "no discernible". Lo que orienta nuestras percepciones es, finalmente, el placerdisplacer derivados de ellas.
Son los contactos ejercidos por la madre sobre el cuerpo del infans los que van
configurando el entorno interno y externo de éste, y en su función de portavoz ella
organiza y educa las pulsiones de él. Es fundamental tener en cuenta -como señala
Anzieu- cómo algunos contactos pueden comunicar una excitación libidinizada de la
madre -que incluso puede ser vivida por el infans como una seducción traumática-,
mientras otras en cambio comunican una información que no va acompañada de
intercambios significantes, y cuya absorción le hace sentir más intensamente su vacío
interior, es decir, la impronta del sufrimiento.
La organización de las fuerzas libidinales del cuerpo infantil -dice Aulagnier- y, más particularmente, la acción para y sobre la psique del infans-niño, dependerá en esencia de dos factores: del discurso y del deseo de la pareja paternal.(4)
Por la práctica psicoanalítica sabemos que el sujeto no es indiferente a la ausencia
materna, como tampoco es indistinta la intervención del modelo materno por cuanto de
ella depende cómo se realiza la función de portavoz o su perturbación. En otras palabras,la resolución o no del Edipo y la castración de la madre determinará las modalidades del martenaje y del lugar que ocupe el hijo en su deseo y en su discurso.
En "La feminidad" (1933), Freud puntualiza que la salida del complejo de castración es fundamental en la mujer ya que ésta decide su destino sexual y consecuentemente su
deseo y su ejercicio de la maternidad. El único modo que tiene la mujer de asumir la falta y de dar solución a su Edipo es sobrestimando sexualmente el hombre; la mujer que no lleva a cabo esta sobrestimulación hace en cambio objeto de ella a sus hijos.
La forma como se realice la función materna depende de la organización del inconsciente de la madre, organización que se funda a su vez en la aceptación o no de la castración, y en la mayor o menor solución del complejo edípico que alcance a instaurar la equivalencia simbólica: niño por pene, fruto de la confrontación de la premisa universal del pene con la evidencia de la diferencia sexual anatómica.
La pregunta que surge es saber si esta equivalencia simbólica la logra realizar el simple hecho de parir un cuerpo-otro, independientemente de si éste es el portador simbólico del falo, como sería el cuerpo del hijo varón, o si la niña, como representante justamente de la castración -no pene- desencadena en la madre no una equivalencia simbólica del falo sino de una especularidad narcisista cuya significación puede ser de signo positivo o negativo.
El deseo materno y la compensación narcisista de la mujer no se realiza de igual manera con la indiferencia al sexo biológico del hijo. Las consecuencias y desencadenamientos psíquicos tanto para el inconsciente materno como en el infans no son indiferentes al sexo de ambos.
El hijo varón, por el simple hecho de ser peneano, se puede construir para la mujer en un equivalente psíquico que representa un elemento corporal heterogéneo, no sólo como un otro cuerpo sino como una heterogeneidad que le muestra la diferencia sexual anatómica.
Esto facilita la vía para que este hijo venga a ocupar el lugar del falo imaginario y
proporcione, a partir de la realización simbólica del deseo del falo, una completud
narcisista.
La investidura libidinal de la madre a este objeto-hijo no entra necesariamente en conflicto con la corriente erótica; el mecanismo de la represión y de la sublimación no tiene que ser tan poderoso y eficaz, la madre se puede permitir el goce con un objeto sobrevalorado que le confiere un resarcimiento narcisista. Así, el sentido libidinal que el hijo varón tiene para el inconsciente materno logra no ser contradictorio con la lógica del deseo femenino.
Como dice Freud, si el niño desea ser el objeto de deseo de la madre, y si el anhelo
materno de un hijo apunta a un deseo de "tener" -un hijo del padre- un subrogado del
pene, entonces entre el hijo y la madre se ponen en juego el deseo de ella y el de él en un solo deseo, no contrapuesto sino convergente en "ser" una posible realización fantasmática del deseo-objeto edípico.
Se comprende entonces el postulado freudiano según el cual el niño puede demandar y
tener objetos sustitutos -otras mujeres- que se convertirán en los signos que demuestran ser para la madre lo que ella querría tener: el objeto de su deseo. Asimismo se puede pensar, siguiendo a P. Aulagnier, que el espacio al que el yo del varón puede advenir ofrece un ámbito más conforme a las experiencias y requerimientos para la constitución de un narcicismo fundante menos frágil, y le permite todo el despliegue de la omnipotencia del deseo. En el varón es más factible que se haga verosímil ocupar el lugar de his majesty the baby. Así, mientras que para el varón el descubrimiento de la castración de la madre es un reaseguramiento narcisista del condicionamiento, en cambio para la niña es una constatación de su carencia, vivida como una catástrofe narcisista.
Ante la castración de la madre, el niño, como peneano, tiene facilitada la vía para realizar una ecuación simbólica: no es el falo pero lo tiene -ahora sólo debe conservarlo-; en cambio, la niña ve coartada justamente esta vía y reconoce que ni es, ni lo tiene y nunca lo tendrá.
En el momento del descubrimiento de la diferencia sexual anatómica se opera en el
psiquismo la retroactividad a una experiencia, una impresión y una huella primera de la presencia-ausencia del falo. Esta primera inscripción determinada por la mirada de la madre, queda como contenido fundante, como marca sobre la cual la estructura del Edipo impone su organización lógica a posteriori. Momento de la creación e instalación de un sentido para el sujeto y de un sujeto del sentido de la castración. El destino de la niña difiere del varón puesto que su género, si bien le permite a la madre realizar la equivalencia simbólica de niño igual a falo imaginario, esta equivalencia no se realiza sin cierto forzamiento debido a su castración. Por otra parte, de llevarse a cabo esta equivalencia la niña no dejaría de estar colocada en el lugar del engaño. Por eso se comprende la tesis freudiana de que la niña entra al Edipo cuando el varón sale de él; problemática que nunca se resuelve.
El sexo oculto y sustraído a la propia mirada le es revelado a la mujer, en espejo, por su doble, la hija, la otra y la misma; la madre mira su cuerpo sin sexo, un agujero. Lo que queda inscrito en el psiquismo de la niña es la huella de una mirada que mira un vacío, y en tanto vacío, imposible de metabolizar. Es una huella enquistada que resurge poblada de sombras y de fantasmas cada vez que la mujer se ve enfrentada a cualquier pérdida; así, cada duelo es, finalmente, duelo de su mismidad. La madre y la hija comparten una experiencia de dolor psíquico originario, dolor narcisista, fundante de la feminidad. ¿Acaso Freud no hace referencia a un masoquismo femenino originario?. Sin duda el dolor psíquico depende -dice Pontalis- en último análisis, de una pérdida del objeto -real o fantasmático-, pérdida que está también en el origen de la angustia y del deseo.(5) Cabe entonces formular la pregunta acerca de si la representación psíquica del cuerpo en la mujer se realiza a partir de un duelo por lo que no es y lo que no tiene, esto es, a partir de una pérdida. La madre mira, y por lo tanto libidiniza de diferente manera a
la hija, con quien la madre se enfrenta a una doble corriente libidinal: la incestuosa y la homosexual; la represión, por tanto, tiene que ser más eficaz, más radical.
El duelo por la pérdida del objeto-cuerpo conduce a la mujer a poner toda su libido en la investidura narcisista corporal en detrimento de sus pulsiones sexuales. Ya Freud había dicho que la mujer es ante todo narcisista. Sabemos que la investidura narcisista puede utilizar como sustrato los elementos más insólitos; la mujer es capaz de encontrar, poco o mucho, esta integridad narcisista por sobre cualquier otra satisfacción. Cuando la mujer se sabe amada a pesar de su falta puede obtener una investidura narcisista mejor lograda, pues con el amor del otro obtiene algo que en su inconsciente equivale a la posesión de un falo. Algunas veces llega a ser toda ella este falo imaginario y concebirse entonces como poseedora de una autonomía narcisista. Invistiendo narcisístamente su yo-corporal -se piensa bella, encantadora y deseable- puede obtener una investidura narcisista ideal que únicamente necesita como soporte al cuerpo. En sentido inverso, el destino de la mujer que no se reconoce amada es desarrollar una conducta antilibidinal superyoica que investirá narcisístamente, igual como la otra ha investido su yo, afirma Grunberger.(6)
A diferencia del varón, que centra básicamente su libido narcisista en su genital y, más allá, en su potencia y su deseo, la niña ante su no sexo se ve precisada a considerar todo su cuerpo en conjunto como un órgano sexual, bajo una forma de representación fálica inconsciente de su yo corporal. En este caso, el falo no tiene nada de viril sino que funciona como símbolo de integridad narcisista.
Sabemos -y este es nuestro punto de partida- que la mujer carece de una confirmación
narcisista ya que la madre está impedida para dársela, por ello espera que el hombre, el padre en primer lugar, se la suministre. Pero aquí no termina el problema: el padre tampoco está en posibilidad de colmarla, pues su deseo y su mirada están con la otra. Yaquí radica, en nuestra opinión, el drama de la feminidad: una historia de triunfos narcisistas siempre parciales y efímeros, y de fracasos inevitables; en el mejor de los casos -dice Pontalis en referencia al dolor psíquico-(7) el objeto es un sustituto detrás del cual hay otro Sustituto: "transferencia" infinita.
Respecto a la feminidad, y con vías a una conclusión, podemos precisar varias
cuestiones: ante el declive del cuerpo en la madurez, en el psiquismo femenino se opera la reactivación de un duelo originario que representa la pérdida (más allá del cuerpo biológico) del cuerpo psíquico como soporte del deseo del otro. El dolor narcisista resultante es el único, incomunicable.
La forma como la mujer resuelva este derrumbe narcisista dependerá de cómo se dé el
interjuego edípico y, fundamentalmente, del lugar que le dé la madre en su discurso y su deseo. Si la madre le da a la hija el lugar de su falo imaginario o si no se lo da no resuelve la problemática femenina. Colocada en el lugar del falo de la madre, no deja de ser un artificio que conduce a la niña necesariamente al resentimiento y la decepción cuando descubre el engaño. En cambio, cuando la niña queda completamente excluida de ese lugar, es decir, cuando es ella quien desengaña a la madre, se ve enfrentada a un duelo del ser imposible de elaborar. Aquí está el origen de la ambivalencia y, sobre todo, del odio a la madre que marcará la relación, por demás irresoluble, entre madre e hija.
Además, debemos pensar clínicamente qué sucede en el psiquismo femenino cuando el
padre es incapaz de cumplir su función de tercero: separar a la hija de la madre y darle la confirmación narcisista de ser deseada. El sentimiento que se configura es el de no ser nada para nadie. De allí que su feminidad sea vivida como una condición traumática,simplemente inaceptable.
La madurez revive en la mujer el fantasma doble, la Otra, la madre del primer tiempo
poseedora de todo el saber sobre el deseo y el goce del que ella tiene el peligro de
quedarse irremediablemente excluida. Imagen rencarnada por la joven, aquella capaz aún de cautivar todas las miradas. El análisis de la feminidad nos revela finalmente que la mujer no envidia tanto el pene como el cuerpo de deseo de la otra mujer, que no es otra sino la madre del conflicto edípico.
Notas:
1. Pontalis, J-B. Entre el sueño y el dolor, Sudamericana, Buenos Aires, 1978, p.259.
2. Aulagnier, Piera. La violencia de la interpretación. Del pictograma al enunciado,
Amorrortu, Buenos Aires, 1977, p.28.
3. Freud, Sigmund. Esquema del psicoanálisis (1940, 1938), Obras completas, vol.XXII,
Amorrortu, Buenos Aires, 1980, p.198.
4. Anzieu, Didier. El yo-piel, Biblioteca Nueva, Madrid, 1987.
5. Pontalis. Op cit., p.260.
6. Grunberger, Bela. "Jalones para el estudio del narcicismo en la sexualidad femenina",
en J. Smirgel-Chassegue, La sexualidad femenina, Laia, España, 1964, p.95.
7. Pontalis. Op cit., p.260.
* Ma. Antonieta Torres Arias. Psicoanalista, Doctora en Psicología.