Exponerse
Borja Ruiz
En los inicios de un aprendizaje hay detalles aparentemente nimios que el tiempo vuelve relevantes. Recuerdo que en mis comienzos una de las primeras cosas que me enseñaron fue la manera de entrar y salir de escena. En un aula sin bastidores, la consigna era clara: para empezar, uno se desplazaba hasta la posición de inicio en silencio, andando de la forma más neutral y natural posible; para finalizar, una vez acabada la acción se hacía una parada y se salía de escena de la misma forma con la que se había entrado. No había nada extraordinario ni místico en ello. La clave era la sencillez y la normalidad.
Mirado con la frialdad que ponen los años en los ojos, aquel código de entrada y de salida me parece que enseñaba dos cosas fundamentales. Por un lado, era una estrategia que ayudaba a separar de forma fáctica lo personal de lo artístico. La neutralidad requerida era una manera de evitar que las circunstancias personales, exultantes o deprimentes, desfigurasen la escena, esto es: aprender que en teatro el actor siempre empieza a dibujar en un lienzo en blanco que no debe ser teñido por las circunstancias cotidianas del momento. La neutralidad final era para devolver el río a su cauce, para que lo hecho en escena, superlativo o paupérrimo, no impregnase la esfera personal del actor. Pero más allá de ese aprendizaje obvio, aquel prólogo y epílogo necesario de toda acción educaba sutilmente a asumir que las miradas y los juicios hacia el trabajo de uno forman parte inherente del oficio. Abrimos párrafo para explicarlo.
Antes de realizar cualquier escena que se muestra por primera vez, cualquier actor, incluso el más experimentado, tiende a llenarse de palabras y explicaciones. Sin que medie pregunta alguna, habla como respondiéndose: he trabajado de tal y tal manera, pensaba hacer aquello pero al final no fue posible, no he tenido tiempo para afinar todo lo que me hubiese gustado, ayer pasé mala noche... El monólogo, que trata de poner la tirita antes de que se produzca la herida, puede ser interminable. No es el actor, es su inseguridad y su desconfianza la que habla ante el vértigo de verse expuesto ante un público. Una vez mostrada la escena, el actor nuevamente tiende a llenarse de verborrea tratando de explicar aquello que cree que no ha funcionado como debiera: es que hoy no tengo buen día, me deslumbraba aquella luz, tengo tocada la voz, es que esto, es que lo otro... Y nuevamente no es el actor, es el miedo al juicio de los que miran quien habla con cierto desespero. El hecho de buscar el silencio y una aparente normalidad antes y después de una acción escénica, aplaca al charlatán que habita en todo actor y permite que el juicio que posteriormente se emite sobre su trabajo no venga mediatizado por el discurso parateatral del propio actor. Es una manera de decir: haz el trabajo lo mejor que puedas en las circunstancias precisas de este momento y después escucha con tranquilidad lo bueno y lo malo que han de decirte. En otras palabras: no hay nada extraordinario en el hecho de recibir críticas, cuando estés en acción concéntrate sólo en hacer; ser diana de opiniones es parte inseparable del hacer teatral y hay que aprender a llevarlo con naturalidad.
En un arte que vive en la exposición, gestionar con cordura y sencillez los juicios que irremediablemente se verterán sobre uno resulta clave. En teatro, el aprendizaje es un viaje en tren sin última parada, y las opiniones externas son una de las materias principales de toda enseñanza. Quien hace teatro está obligado a vivir acompañado de miradas foráneas. Indefectiblemente, algunas adularán, otras despreciaran, y otras pasarán de soslayo. Hay que saber integrar lo válido de toda opinión, constructiva o destructiva, experta o inocente, que guarda aquello que queda por aprender.
Ahora bien, entre tantas miradas que rodean, no puede diluirse la mirada de uno. Aquella que como ninguna otra sabe las circunstancias en las que se trabaja, que intuye el punto en el camino donde uno se encuentra, que sabe todo lo hecho hasta ahora y todo lo que queda por hacer. Aquella mirada que alimenta la necesidad íntima, secreta e irreducible por dedicarse al oficio teatral. Esa mirada propia que observa aquello que ninguna mirada ajena, por muy aguda que sea, alcanza a ver. En alguien que está en evolución continua habitan sin estorbarse las miradas que acechan y las miradas que uno proyecta. A saber convivir de forma natural con todas esas miradas; a eso enseñaba aquel simple ejercicio de mis inicios.