Estrés y salud: Cómo “encender” la respuesta de relajación
Perla Kaliman
Activar la respuesta de relajación ayuda a desarrollar una mayor resistencia física, psicológica y emocional frente a situaciones de estrés, que son múltiples y muchas veces inevitables en la vida cotidiana.
Estudios científicos han demostrado que la respuesta de relajación puede utilizarse como complemento de la medicina convencional para el tratamiento de numerosas alteraciones que son causadas o agravadas por el estrés.
¿Qué es el estrés?Es la respuesta del organismo para hacer frente a situaciones psicológicas, ambientales o fisiológicas adversas, desafiantes y/o desestabilizadoras. La respuesta de estrés es necesaria para que nuestro organismo funcione correctamente y con un rendimiento máximo. Sin embargo, cuando esta respuesta supera un límite, el estrés conduce a estados de fatiga y agotamiento tanto físicos como mentales. En esas condiciones, el estrés puede causar o agravar enfermedades.
¿Qué es la respuesta de relajación?La respuesta de relajación, definida por el Dr. Herbert Benson en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, es un estado físico de profundo descanso y constituye la contrapartida fisiológica de la respuesta de estrés (disminuye el ritmo cardíaco, la tensión arterial, el ritmo respiratorio, y la tensión muscular).
La activación frecuente y regular de la respuesta de relajación ayuda a desarrollar una mayor resistencia física, psicológica y emocional frente a situaciones de estrés, que son múltiples y muchas veces inevitables en la vida cotidiana. Estudios científicos han demostrado que la respuesta de relajación puede utilizarse como complemento de la medicina convencional para el tratamiento de numerosas alteraciones que son causadas o agravadas por el estrés.
¿Quiénes pueden beneficiarse de la práctica de la respuesta de relajación?Cualquier persona con:
síntomas físicos de ansiedad (palpitaciones, respiración alterada, nerviosismo)
enfermedades o condiciones agravadas por el estrés
dolor de cabeza
problemas gastrointestinales
problemas de piel
dolor crónico
dificultades para dormir
enfermedades autoinmunes
síndrome premenstrual
fatiga
asma
alergias
¿Cómo se induce la respuesta de relajación?A diferencia de la reacción de estrés que se desencadena automáticamente, para “encender” la respuesta de relajación necesitamos participar voluntaria y activamente.
A continuación se describe una técnica sencilla para activar la respuesta de relajación:
Elija una palabra, sonido o frase que le resulte natural o agradable, por ejemplo “uno”, “paz”, etc.
Siéntese tranquilamente en una posición cómoda.
Cierre los ojos si le resulta cómodo. Si no, puede dirigir la mirada hacia abajo, con los ojos entreabiertos y sin tensión.
Relaje sus músculos progresivamente: pies, pantorrillas, muslos, abdomen, hombros, cuello, cabeza.
Respire lenta y naturalmente, y mientras lo hace, concéntrese repitiendo para su interior, al final de cada exhalación, la palabra o frase que haya elegido, por ejemplo “uno”.
Adopte una actitud pasiva. No se preocupe acerca de si lo está haciendo bien o mal. Cuando surjan pensamientos en su mente, simplemente suspire y vuelva suavemente a la repetición.
Continue entre 5 y 20 minutos.
No se ponga de pie inmediatamente al acabar. Continúe sentado/a tranquilamente durante un minuto escuchando los sonidos que llegan desde el exterior. Luego, abra los ojos y permanezca sentado/a otro minuto antes de ponerse de pie.
Practique la técnica una o dos veces por día. Antes del desayuno o de la cena son buenos momentos.
Beneficios demostrados de la práctica de la respuesta de relajación
La práctica frecuente de esta técnica tiene como resultado una mejora en la calidad de vida y en la capacidad para afrontar situaciones difíciles, tanto en personas sanas como en aquellas que afrontan enfermedades graves y/o crónicas. Muy recientemente, se ha comenzado a demostrar que la respuesta de relajación tiene efectos a nivel celular (expresión de genes relacionados con estrés oxidativo y daño celular) y sobre diversas funciones cerebrales.
Bibliografia:
“Benson-Henry Institute for Mind Body Medicine” (Massachusetts General Hospital; Harvard Medical School) http://www.mbmi.org
Dusek JA, Otu HH, Wohlhueter AL, Bhasin M, Zerbini LF, Joseph MG, Benson H, Libermann TA. (2008) Genomic counter-stress changes induced by the relaxation response. PLoS ONE. 3(7):e2576
Tang YY, Ma Y, Fan Y, Feng H, Wang J, Feng S, Lu Q, Hu B, Lin Y, Li J, Zhang Y, Wang Y, Zhou L, Fan M. (2009) Central and autonomic nervous system interaction is altered by short-term meditation. Proc Natl Acad Sci U S A. 106, 8865-8870.
jueves, 14 de octubre de 2010
Exponerse
Borja Ruiz
En los inicios de un aprendizaje hay detalles aparentemente nimios que el tiempo vuelve relevantes. Recuerdo que en mis comienzos una de las primeras cosas que me enseñaron fue la manera de entrar y salir de escena. En un aula sin bastidores, la consigna era clara: para empezar, uno se desplazaba hasta la posición de inicio en silencio, andando de la forma más neutral y natural posible; para finalizar, una vez acabada la acción se hacía una parada y se salía de escena de la misma forma con la que se había entrado. No había nada extraordinario ni místico en ello. La clave era la sencillez y la normalidad.
Mirado con la frialdad que ponen los años en los ojos, aquel código de entrada y de salida me parece que enseñaba dos cosas fundamentales. Por un lado, era una estrategia que ayudaba a separar de forma fáctica lo personal de lo artístico. La neutralidad requerida era una manera de evitar que las circunstancias personales, exultantes o deprimentes, desfigurasen la escena, esto es: aprender que en teatro el actor siempre empieza a dibujar en un lienzo en blanco que no debe ser teñido por las circunstancias cotidianas del momento. La neutralidad final era para devolver el río a su cauce, para que lo hecho en escena, superlativo o paupérrimo, no impregnase la esfera personal del actor. Pero más allá de ese aprendizaje obvio, aquel prólogo y epílogo necesario de toda acción educaba sutilmente a asumir que las miradas y los juicios hacia el trabajo de uno forman parte inherente del oficio. Abrimos párrafo para explicarlo.
Antes de realizar cualquier escena que se muestra por primera vez, cualquier actor, incluso el más experimentado, tiende a llenarse de palabras y explicaciones. Sin que medie pregunta alguna, habla como respondiéndose: he trabajado de tal y tal manera, pensaba hacer aquello pero al final no fue posible, no he tenido tiempo para afinar todo lo que me hubiese gustado, ayer pasé mala noche... El monólogo, que trata de poner la tirita antes de que se produzca la herida, puede ser interminable. No es el actor, es su inseguridad y su desconfianza la que habla ante el vértigo de verse expuesto ante un público. Una vez mostrada la escena, el actor nuevamente tiende a llenarse de verborrea tratando de explicar aquello que cree que no ha funcionado como debiera: es que hoy no tengo buen día, me deslumbraba aquella luz, tengo tocada la voz, es que esto, es que lo otro... Y nuevamente no es el actor, es el miedo al juicio de los que miran quien habla con cierto desespero. El hecho de buscar el silencio y una aparente normalidad antes y después de una acción escénica, aplaca al charlatán que habita en todo actor y permite que el juicio que posteriormente se emite sobre su trabajo no venga mediatizado por el discurso parateatral del propio actor. Es una manera de decir: haz el trabajo lo mejor que puedas en las circunstancias precisas de este momento y después escucha con tranquilidad lo bueno y lo malo que han de decirte. En otras palabras: no hay nada extraordinario en el hecho de recibir críticas, cuando estés en acción concéntrate sólo en hacer; ser diana de opiniones es parte inseparable del hacer teatral y hay que aprender a llevarlo con naturalidad.
En un arte que vive en la exposición, gestionar con cordura y sencillez los juicios que irremediablemente se verterán sobre uno resulta clave. En teatro, el aprendizaje es un viaje en tren sin última parada, y las opiniones externas son una de las materias principales de toda enseñanza. Quien hace teatro está obligado a vivir acompañado de miradas foráneas. Indefectiblemente, algunas adularán, otras despreciaran, y otras pasarán de soslayo. Hay que saber integrar lo válido de toda opinión, constructiva o destructiva, experta o inocente, que guarda aquello que queda por aprender.
Ahora bien, entre tantas miradas que rodean, no puede diluirse la mirada de uno. Aquella que como ninguna otra sabe las circunstancias en las que se trabaja, que intuye el punto en el camino donde uno se encuentra, que sabe todo lo hecho hasta ahora y todo lo que queda por hacer. Aquella mirada que alimenta la necesidad íntima, secreta e irreducible por dedicarse al oficio teatral. Esa mirada propia que observa aquello que ninguna mirada ajena, por muy aguda que sea, alcanza a ver. En alguien que está en evolución continua habitan sin estorbarse las miradas que acechan y las miradas que uno proyecta. A saber convivir de forma natural con todas esas miradas; a eso enseñaba aquel simple ejercicio de mis inicios.
Borja Ruiz
En los inicios de un aprendizaje hay detalles aparentemente nimios que el tiempo vuelve relevantes. Recuerdo que en mis comienzos una de las primeras cosas que me enseñaron fue la manera de entrar y salir de escena. En un aula sin bastidores, la consigna era clara: para empezar, uno se desplazaba hasta la posición de inicio en silencio, andando de la forma más neutral y natural posible; para finalizar, una vez acabada la acción se hacía una parada y se salía de escena de la misma forma con la que se había entrado. No había nada extraordinario ni místico en ello. La clave era la sencillez y la normalidad.
Mirado con la frialdad que ponen los años en los ojos, aquel código de entrada y de salida me parece que enseñaba dos cosas fundamentales. Por un lado, era una estrategia que ayudaba a separar de forma fáctica lo personal de lo artístico. La neutralidad requerida era una manera de evitar que las circunstancias personales, exultantes o deprimentes, desfigurasen la escena, esto es: aprender que en teatro el actor siempre empieza a dibujar en un lienzo en blanco que no debe ser teñido por las circunstancias cotidianas del momento. La neutralidad final era para devolver el río a su cauce, para que lo hecho en escena, superlativo o paupérrimo, no impregnase la esfera personal del actor. Pero más allá de ese aprendizaje obvio, aquel prólogo y epílogo necesario de toda acción educaba sutilmente a asumir que las miradas y los juicios hacia el trabajo de uno forman parte inherente del oficio. Abrimos párrafo para explicarlo.
Antes de realizar cualquier escena que se muestra por primera vez, cualquier actor, incluso el más experimentado, tiende a llenarse de palabras y explicaciones. Sin que medie pregunta alguna, habla como respondiéndose: he trabajado de tal y tal manera, pensaba hacer aquello pero al final no fue posible, no he tenido tiempo para afinar todo lo que me hubiese gustado, ayer pasé mala noche... El monólogo, que trata de poner la tirita antes de que se produzca la herida, puede ser interminable. No es el actor, es su inseguridad y su desconfianza la que habla ante el vértigo de verse expuesto ante un público. Una vez mostrada la escena, el actor nuevamente tiende a llenarse de verborrea tratando de explicar aquello que cree que no ha funcionado como debiera: es que hoy no tengo buen día, me deslumbraba aquella luz, tengo tocada la voz, es que esto, es que lo otro... Y nuevamente no es el actor, es el miedo al juicio de los que miran quien habla con cierto desespero. El hecho de buscar el silencio y una aparente normalidad antes y después de una acción escénica, aplaca al charlatán que habita en todo actor y permite que el juicio que posteriormente se emite sobre su trabajo no venga mediatizado por el discurso parateatral del propio actor. Es una manera de decir: haz el trabajo lo mejor que puedas en las circunstancias precisas de este momento y después escucha con tranquilidad lo bueno y lo malo que han de decirte. En otras palabras: no hay nada extraordinario en el hecho de recibir críticas, cuando estés en acción concéntrate sólo en hacer; ser diana de opiniones es parte inseparable del hacer teatral y hay que aprender a llevarlo con naturalidad.
En un arte que vive en la exposición, gestionar con cordura y sencillez los juicios que irremediablemente se verterán sobre uno resulta clave. En teatro, el aprendizaje es un viaje en tren sin última parada, y las opiniones externas son una de las materias principales de toda enseñanza. Quien hace teatro está obligado a vivir acompañado de miradas foráneas. Indefectiblemente, algunas adularán, otras despreciaran, y otras pasarán de soslayo. Hay que saber integrar lo válido de toda opinión, constructiva o destructiva, experta o inocente, que guarda aquello que queda por aprender.
Ahora bien, entre tantas miradas que rodean, no puede diluirse la mirada de uno. Aquella que como ninguna otra sabe las circunstancias en las que se trabaja, que intuye el punto en el camino donde uno se encuentra, que sabe todo lo hecho hasta ahora y todo lo que queda por hacer. Aquella mirada que alimenta la necesidad íntima, secreta e irreducible por dedicarse al oficio teatral. Esa mirada propia que observa aquello que ninguna mirada ajena, por muy aguda que sea, alcanza a ver. En alguien que está en evolución continua habitan sin estorbarse las miradas que acechan y las miradas que uno proyecta. A saber convivir de forma natural con todas esas miradas; a eso enseñaba aquel simple ejercicio de mis inicios.
La técnica es el proceso
Borja Ruiz
Hoy día asumimos como algo lógico que primero haya que formarse durante un largo tiempo antes de dedicarse plenamente a una actividad artística. Sin embargo, a lo largo de la historia del teatro éste casi nunca fue el caso. En un oficio donde el aprendizaje tradicionalmente se daba en la relación directa entre maestro y alumno o en el seno de una compañía de teatro, generalmente no existía una división cronológica entre la formación y el ejercicio de la profesión. Entonces ambas fases se daban al unísono: el aprendizaje y el desempeño del oficio ocurrían simultáneamente. Lo habitual en una compañía de teatro era dar al aprendiz un pequeño papel, aunque fuese anecdótico, para comenzar a foguearlo desde el comienzo en la atmósfera real de su trabajo, es decir, frente a los espectadores. Podríamos decir que el primer día de aprendizaje coincidía con el primer día ante los espectadores. Todo esto cambió cuando aparecieron las escuelas de teatro, allá a finales del siglo XIX. A partir de ese momento los alumnos, antes de salir al mercado laboral, estaban obligados a pasar un determinado periodo en un centro apartado de los escenarios aprendiendo las bases del oficio. Cuando las circunstancias soplan a favor, es indudable que el hecho de dedicar un tiempo tan amplio a la educación, conlleva formar alumnos altamente capacitados para entrar en el ámbito profesional. Sin embargo, incluso en situaciones aparentemente tan beneficiosas, siempre hay un doble filo. La moneda, aunque sea de oro, siempre tienes dos caras.
La técnica que tanto ha costado adquirir durante el prolongado periodo de formación y que en condiciones ideales debería ser un trampolín para proyectar y cristalizar la visión artística del alumno, eventualmente, en el momento crucial de enfrentarse a una nueva creación, puede volverse en contra. Allí donde se esperaba confianza y seguridad, asoma el miedo. Después de tanto andar, cuando se llega a la cima, aparece el vértigo. Tanta materia tocada sin asimilar completamente, tanto saber general pero poco profundo, tanta clase maestra en poco tiempo, tanta práctica escénica sin espectadores, tanta expectativa sin cristalizar... El cultivo para las preguntas perniciosas está servido: ¿Estaré suficientemente preparado para crear por mí mismo? ¿Se corresponderá el nivel de mi propuesta con todo lo aprendido? ¿Podré sobrevivir lejos del ambiente protector de la escuela?
Del método a la creación, como de la gramática a la literatura, hay un salto que ninguna técnica enseña y cuya parábola no se describe en ningún libro. Es un salto donde necesariamente juega la incertidumbre que acompaña a todo proceso creativo. Es la incertidumbre imprescindible que aparece ante un nuevo proyecto que resulta tan sugerente como intimidador. Nadie puede mostrar cómo asumir dicha incertidumbre. Ninguna escuela ni maestro, por muy competentes que sean, pueden hacerlo. Es algo que sólo puede hacer uno mismo. Cuando por fin uno empieza a valerse por sí mismo, hay que prepararse para no estar preparado.
Uno de los consejos más bellos y útiles que conozco para afrontar el salto mencionado es éste de Anne Bogart: “Trabaja con lo que tienes `ahora mismo´. Trabaja con la gente que te rodea `ahora mismo´. Trabaja con la arquitectura que ves a tu alrededor `ahora mismo´. No esperes a tener lo que asumes que es lo correcto, un espacio libre de estrés en el que generar tu expresión artística. No esperes a tener madurez o entendimiento o sabiduría; tampoco esperes hasta creer estar seguro de saber lo que haces, ni hasta tener la técnica suficiente. Lo que haces `ahora´, lo que haces de las circunstancias que te rodean, determinará la calidad y el alcance de tus iniciativas futuras.”
Bajo las palabras de Bogart encontramos una manera de proceder que invierte el proceder habitual que ordena primero formarse y luego crear. La cuestión entonces no sería tener una idea y aplicar todo lo aprendido para hacerla tangible. Más bien lo contrario: comenzar a trabajar con aquello que está alrededor y dejar que de ahí surjan las ideas y las vías para llevarlas a término. No se trata, por tanto, de remitirse automáticamente a lo que se ha aprendido, sino de buscar maneras inéditas de crear a partir de lo que a uno le rodea. Al fin y al cabo, quien se ciñe a trabajar según la técnica aprendida, está condenado a repetirse continuamente. Si, por el contrario, se busca contactar artísticamente con personas aparentemente ajenas, si se permanece permeable a nuevos estímulos e ideas, aunque en un principio parezcan extrañas, se está más cerca de hacer de la creación un proceso vivo, activo y, probablemente, mejor.
Todas estas disquisiciones se me condensaron hace unas semanas cuando Mario Biagini, estrecho colaborador de Grotowski en su última época, después de más de veinticinco años de profundo trabajo sobre canciones afro caribeñas, dijo: “Lo importante, en realidad, no son las canciones. Lo que importa es el proceso. La técnica es el proceso”. En otras palabras: la clave no es el “qué”, es el “cómo”.
Borja Ruiz
Hoy día asumimos como algo lógico que primero haya que formarse durante un largo tiempo antes de dedicarse plenamente a una actividad artística. Sin embargo, a lo largo de la historia del teatro éste casi nunca fue el caso. En un oficio donde el aprendizaje tradicionalmente se daba en la relación directa entre maestro y alumno o en el seno de una compañía de teatro, generalmente no existía una división cronológica entre la formación y el ejercicio de la profesión. Entonces ambas fases se daban al unísono: el aprendizaje y el desempeño del oficio ocurrían simultáneamente. Lo habitual en una compañía de teatro era dar al aprendiz un pequeño papel, aunque fuese anecdótico, para comenzar a foguearlo desde el comienzo en la atmósfera real de su trabajo, es decir, frente a los espectadores. Podríamos decir que el primer día de aprendizaje coincidía con el primer día ante los espectadores. Todo esto cambió cuando aparecieron las escuelas de teatro, allá a finales del siglo XIX. A partir de ese momento los alumnos, antes de salir al mercado laboral, estaban obligados a pasar un determinado periodo en un centro apartado de los escenarios aprendiendo las bases del oficio. Cuando las circunstancias soplan a favor, es indudable que el hecho de dedicar un tiempo tan amplio a la educación, conlleva formar alumnos altamente capacitados para entrar en el ámbito profesional. Sin embargo, incluso en situaciones aparentemente tan beneficiosas, siempre hay un doble filo. La moneda, aunque sea de oro, siempre tienes dos caras.
La técnica que tanto ha costado adquirir durante el prolongado periodo de formación y que en condiciones ideales debería ser un trampolín para proyectar y cristalizar la visión artística del alumno, eventualmente, en el momento crucial de enfrentarse a una nueva creación, puede volverse en contra. Allí donde se esperaba confianza y seguridad, asoma el miedo. Después de tanto andar, cuando se llega a la cima, aparece el vértigo. Tanta materia tocada sin asimilar completamente, tanto saber general pero poco profundo, tanta clase maestra en poco tiempo, tanta práctica escénica sin espectadores, tanta expectativa sin cristalizar... El cultivo para las preguntas perniciosas está servido: ¿Estaré suficientemente preparado para crear por mí mismo? ¿Se corresponderá el nivel de mi propuesta con todo lo aprendido? ¿Podré sobrevivir lejos del ambiente protector de la escuela?
Del método a la creación, como de la gramática a la literatura, hay un salto que ninguna técnica enseña y cuya parábola no se describe en ningún libro. Es un salto donde necesariamente juega la incertidumbre que acompaña a todo proceso creativo. Es la incertidumbre imprescindible que aparece ante un nuevo proyecto que resulta tan sugerente como intimidador. Nadie puede mostrar cómo asumir dicha incertidumbre. Ninguna escuela ni maestro, por muy competentes que sean, pueden hacerlo. Es algo que sólo puede hacer uno mismo. Cuando por fin uno empieza a valerse por sí mismo, hay que prepararse para no estar preparado.
Uno de los consejos más bellos y útiles que conozco para afrontar el salto mencionado es éste de Anne Bogart: “Trabaja con lo que tienes `ahora mismo´. Trabaja con la gente que te rodea `ahora mismo´. Trabaja con la arquitectura que ves a tu alrededor `ahora mismo´. No esperes a tener lo que asumes que es lo correcto, un espacio libre de estrés en el que generar tu expresión artística. No esperes a tener madurez o entendimiento o sabiduría; tampoco esperes hasta creer estar seguro de saber lo que haces, ni hasta tener la técnica suficiente. Lo que haces `ahora´, lo que haces de las circunstancias que te rodean, determinará la calidad y el alcance de tus iniciativas futuras.”
Bajo las palabras de Bogart encontramos una manera de proceder que invierte el proceder habitual que ordena primero formarse y luego crear. La cuestión entonces no sería tener una idea y aplicar todo lo aprendido para hacerla tangible. Más bien lo contrario: comenzar a trabajar con aquello que está alrededor y dejar que de ahí surjan las ideas y las vías para llevarlas a término. No se trata, por tanto, de remitirse automáticamente a lo que se ha aprendido, sino de buscar maneras inéditas de crear a partir de lo que a uno le rodea. Al fin y al cabo, quien se ciñe a trabajar según la técnica aprendida, está condenado a repetirse continuamente. Si, por el contrario, se busca contactar artísticamente con personas aparentemente ajenas, si se permanece permeable a nuevos estímulos e ideas, aunque en un principio parezcan extrañas, se está más cerca de hacer de la creación un proceso vivo, activo y, probablemente, mejor.
Todas estas disquisiciones se me condensaron hace unas semanas cuando Mario Biagini, estrecho colaborador de Grotowski en su última época, después de más de veinticinco años de profundo trabajo sobre canciones afro caribeñas, dijo: “Lo importante, en realidad, no son las canciones. Lo que importa es el proceso. La técnica es el proceso”. En otras palabras: la clave no es el “qué”, es el “cómo”.
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