La calavera atravesada por el viento
Escrito por José Luis Arce
El autor francés Abirached plantea en su excelente ensayo “La crisis del personaje en el teatro moderno”, que no sólo es una inestimable fuente sobre tal función dramática sino que por ella podemos colegir que hay implicada, por ende, la misma situación con relación al actor, o debiera decir con más precisión, al concepto ‘actor’. Las crisis pueden ser de negación o de crecimiento. La crisis del personaje desafía a un nuevo tipo de actor. Esto debe ser entendido. De acuerdo a la etimología uno perfectamente podría decir no sólo ‘tal actor’ actúa en tal obra sino que tal persona hace de personaje en esa obra. Seguir la evolución histórica de un aspecto como en este caso el del actor, puede aclarar no sólo el sentido de la misma, sino en qué punto y por qué ha llegado a como lo conocemos hoy en día. Las etimologías también suelen ser apelaciones legítimas en tal orientación. Sabemos por empezar que persona es máscara. Esta última alude a una vacuidad, a una especie de cuenco vacío a punto de contener un rostro, y esto ya es más interesante. Que un personaje adquiriera ese rango tuvo que ver con la ‘importancia’ implícita que resguardaba como tal. Pero lo sugestivo en persona-máscara es que es por un proceso de rostrificación que se llega a la identidad del personaje. Hay una consecuencia a considerar en este proceso semántico cual es que puede haber una sutil diferencia entre tomar al actor como quien actúa o como quien hace un personaje. Esta sutileza es la que habilita a aceptar que también en la narrativa aparezcan finalmente identidades llamadas de la misma forma. Si la literatura no es teatro aceptemos que ambas dimensiones gozan en este punto de alguien que al menos se denomina igual, lo cual debe ser tenido en claro. Cualquier narración cotidiana incluye un “¡qué personaje!” referido al carnicero, al diariero, al empleado del banco que se destaca por su vivacidad, su histrionismo. Por supuesto que por último también, obviamente, en el cine se le llama de la misma forma. Que a la narrativa llegue después del teatro quiere decir que hay en ella conciencia de estas traslaciones, una asunción consciente de tal función. Pero lo que no podemos dejar de ver es que en este trasiego va en juego el mecanismo mismo de la teatralidad, ya que no es lo mismo sustentar un arte sobre la acción que sobre el proceso de adquirir (de la forma que sea) una identidad. Ya Artaud insultaba a Eurípides porque apreciaba que había ‘psicologizado’ a Esquilo.
El personaje puede ser considerado como un himen que separa lo real de lo falso. Si esto es posible es desde una ley de la mimesis aún vigente que lo hace. Desde una negación de aquella, el estatuto del personaje no sólo varía sino que es uno de los signos que más han evidenciado desde fines del siglo XIX la crisis de la representación.
Si tomamos literalmente en las manos una máscara de la misma manera que el sepulturero toma ante Hamlet la calavera del ‘pobre’ Yorick, vemos la noche de los tiempos por entre la oquedad de sus cuencos. Alguien que ya no está hubo ahí, lo que es una sensación perenne que nos impacta siempre. En el arte del torero, si me dejan devolverme a la imagen de un artículo anterior y con el respeto tan debido al público español, dado que en tanto argentino me atribuyo hablarles de un signo central de su propia cultura, pero computando al mismo tiempo un sesgo universal en el mismo, está el mantener controlada la distancia para que el toro no rompa el himen que las mantiene unidas-separadas a esas dimensiones, que por su cuenta decretan una sola cosa: muerte. No es imposible que el toro arremeta sin control sobre todo atisbo de mimesis, sobre ese danzarín que en tanto baila una exacta danza de oposición y equilibrio a sus descargas, representa a la más pura esencia de la vida. Si no hubiera esta pasión cómo imaginar a alguien escribiendo versos como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. El torero es en definitiva un danzarín que opera por mimesis y tiene la peligrosa subalternidad de defenderse de lo que hace el toro. Cuando el torero queda exánime en la arena, el mundo se queda sin lengua. La realidad gana y cuando la realidad gana tenemos la revelación de lo que significa la doblez de estos mimetizadotes profesionales, los hombres-monos (llamados actores) que duplican para sobredimensionar aquello que a ras del piso no es más que el piafar de la vida primaria, violatoria, furibunda, salvaje. Cuando el torero muere, lo hace sobre un espejo roto, mientras los espectadores sentimos el pánico de ver caído a un héroe de la armonía secreta que guarda la voluntad del hombre. El alma de todos se pasma. En el teatro el personaje es uno de los artífices retóricos que posibilitan ese himen.