Albert Camus a 50 años de su muerte
El cuatro de enero se cumplen cincuenta años de la muerte de Albert Camus, un escritor entre dos mundos: nacido en Argel, forjado culturalmente en Francia, atravesado por las fuerzas contrarias desatadas por la guerra de Argel. Un intruso de provincias que cuestionó a la izquierda ilustrada francesa, aquella que callara ante el totalitarismo ruso y sus socios del comunismo europeo, y que lo tratara como a un paria.
Muchas publicaciones le han dedicado en estos días alguna nota. La que sigue es la que el sábado 2 de enero publicara José María Ridao en El País:
Albert Camus no dejó nunca de ser un escritor leído, pero sólo la publicación póstuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derribó las últimas barreras que habían impedido considerarlo como lo que fue, uno de los más grandes del siglo XX. Las últimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra él por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicación de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendió la muerte en un accidente de automóvil, no fue ajena a este cambio en la apreciación de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por sí sola. Porque la principal aportación de El primer hombre a la obra de un autor que ya había publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba más allá de su excepcional mérito literario: mostraba lo que en vida Camus jamás mostró, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las épocas; mostraba la experiencia íntima desde la que había concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones políticas y morales.
Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.
Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.
Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.
La soledad de Camus desnudó la hipocresía de los ilustres pensadores franceses, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, listos para denunciar cualquier desvío en sus sociedades, mirando para otro lado frente a la viga en el ojo que la URSS y sus aliados europeos representaban entonces:
"Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría", resumía Camus, un filósofo que pensaba que "la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas".
Tal Cual Digital, sin firma, recoge así la polémica entre Camus y Sartre:
Jean Paul Sartre (1905-1980) marca el antes y después en la vida de Camus. Le conoce en 1943. Es un joven de familia burguesa que ha estudiado en la Escuela Normal Superior, el centro elitista por excelencia de la cultura francesa.
Él es un chico de Belcourt, un barrio obrero de Argel. Se hacen amigos. Son existencialistas. Ateos. Sus obras convulsionan la Europa de entreguerras. El hombre no es más que su existencia, dicen. Hablan de la nada, el vacío y el absurdo. Pintan desesperanza, apatía, inanición. La casualidad y lo aleatorio deciden todo, defienden. Sartre publica 'La náusea' (1938), 'El ser y la nada' (1943), 'La puta respetuosa' (1946).
Camus escribe 'Calígula' (1945), 'Estado de sitio' (1948), 'Los justos' (1949). Se distancian a partir de 1948, porque divergen sobre los dilemas que entonces afronta Europa: la pugna Unión Soviética - Estados Unidos, el comunismo, el capitalismo, la revolución, el compromiso político de los intelectuales.
En 1951 Albert Camus publica 'El hombre rebelde' y cuestiona a una izquierda que, con dogmas férreos y dictatoriales, se ha vuelto más reaccionaria que la derecha a la que combate.
Un libro criticado con dureza por 'Les Temps Modernes', la revista cofundada por Maurice Merleau-Ponty y Jean Paul Sartre en 1945, que, en su número 82, publica el bronco cruce de acusaciones entre ambos filósofos que confirma su ruptura.
Sartre identifica el comunismo y la URSS con el compromiso político del individuo con la Historia; Camus no comulga con ningún partido y critica las dictaduras a diestro y siniestro. En 'Los comunistas y la paz' (1952), Sartre lo deja claro: «Un anticomunista es un perro». Y corta con Camus, a quien reprocha recoger el Nobel de Literatura en 1957, el mismo que él rechaza en 1964 por considerarlo un desprestigio.
Camus, como Koestler y Orwell estuvieron entre los pocos y despreciados pensadores europeos que desafiaron el pensamiento predominante de la izquierda europea de los cincuenta y sesenta. Cincuenta años después, Argentina y España debieran atender su espíritu.
Clarín publica algunas reflexiones de Abelardo Castillo que reflejan su impacto en los sesenta. Sin embargo, hoy, sin duda, Camus sería allí "un perro".
Publicado por Jorge Ubeda en 9:54 PM