La fotografia del año
Este corto dura apenas cinco minutos.
http://video.bugun.com.tr/bugunPlayer.swf?file=dagilfilm.flv
sábado, 23 de enero de 2010
lunes, 18 de enero de 2010
La calavera atravesada por el viento
Escrito por José Luis Arce
El autor francés Abirached plantea en su excelente ensayo “La crisis del personaje en el teatro moderno”, que no sólo es una inestimable fuente sobre tal función dramática sino que por ella podemos colegir que hay implicada, por ende, la misma situación con relación al actor, o debiera decir con más precisión, al concepto ‘actor’. Las crisis pueden ser de negación o de crecimiento. La crisis del personaje desafía a un nuevo tipo de actor. Esto debe ser entendido. De acuerdo a la etimología uno perfectamente podría decir no sólo ‘tal actor’ actúa en tal obra sino que tal persona hace de personaje en esa obra. Seguir la evolución histórica de un aspecto como en este caso el del actor, puede aclarar no sólo el sentido de la misma, sino en qué punto y por qué ha llegado a como lo conocemos hoy en día. Las etimologías también suelen ser apelaciones legítimas en tal orientación. Sabemos por empezar que persona es máscara. Esta última alude a una vacuidad, a una especie de cuenco vacío a punto de contener un rostro, y esto ya es más interesante. Que un personaje adquiriera ese rango tuvo que ver con la ‘importancia’ implícita que resguardaba como tal. Pero lo sugestivo en persona-máscara es que es por un proceso de rostrificación que se llega a la identidad del personaje. Hay una consecuencia a considerar en este proceso semántico cual es que puede haber una sutil diferencia entre tomar al actor como quien actúa o como quien hace un personaje. Esta sutileza es la que habilita a aceptar que también en la narrativa aparezcan finalmente identidades llamadas de la misma forma. Si la literatura no es teatro aceptemos que ambas dimensiones gozan en este punto de alguien que al menos se denomina igual, lo cual debe ser tenido en claro. Cualquier narración cotidiana incluye un “¡qué personaje!” referido al carnicero, al diariero, al empleado del banco que se destaca por su vivacidad, su histrionismo. Por supuesto que por último también, obviamente, en el cine se le llama de la misma forma. Que a la narrativa llegue después del teatro quiere decir que hay en ella conciencia de estas traslaciones, una asunción consciente de tal función. Pero lo que no podemos dejar de ver es que en este trasiego va en juego el mecanismo mismo de la teatralidad, ya que no es lo mismo sustentar un arte sobre la acción que sobre el proceso de adquirir (de la forma que sea) una identidad. Ya Artaud insultaba a Eurípides porque apreciaba que había ‘psicologizado’ a Esquilo.
El personaje puede ser considerado como un himen que separa lo real de lo falso. Si esto es posible es desde una ley de la mimesis aún vigente que lo hace. Desde una negación de aquella, el estatuto del personaje no sólo varía sino que es uno de los signos que más han evidenciado desde fines del siglo XIX la crisis de la representación.
Si tomamos literalmente en las manos una máscara de la misma manera que el sepulturero toma ante Hamlet la calavera del ‘pobre’ Yorick, vemos la noche de los tiempos por entre la oquedad de sus cuencos. Alguien que ya no está hubo ahí, lo que es una sensación perenne que nos impacta siempre. En el arte del torero, si me dejan devolverme a la imagen de un artículo anterior y con el respeto tan debido al público español, dado que en tanto argentino me atribuyo hablarles de un signo central de su propia cultura, pero computando al mismo tiempo un sesgo universal en el mismo, está el mantener controlada la distancia para que el toro no rompa el himen que las mantiene unidas-separadas a esas dimensiones, que por su cuenta decretan una sola cosa: muerte. No es imposible que el toro arremeta sin control sobre todo atisbo de mimesis, sobre ese danzarín que en tanto baila una exacta danza de oposición y equilibrio a sus descargas, representa a la más pura esencia de la vida. Si no hubiera esta pasión cómo imaginar a alguien escribiendo versos como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. El torero es en definitiva un danzarín que opera por mimesis y tiene la peligrosa subalternidad de defenderse de lo que hace el toro. Cuando el torero queda exánime en la arena, el mundo se queda sin lengua. La realidad gana y cuando la realidad gana tenemos la revelación de lo que significa la doblez de estos mimetizadotes profesionales, los hombres-monos (llamados actores) que duplican para sobredimensionar aquello que a ras del piso no es más que el piafar de la vida primaria, violatoria, furibunda, salvaje. Cuando el torero muere, lo hace sobre un espejo roto, mientras los espectadores sentimos el pánico de ver caído a un héroe de la armonía secreta que guarda la voluntad del hombre. El alma de todos se pasma. En el teatro el personaje es uno de los artífices retóricos que posibilitan ese himen.
Escrito por José Luis Arce
El autor francés Abirached plantea en su excelente ensayo “La crisis del personaje en el teatro moderno”, que no sólo es una inestimable fuente sobre tal función dramática sino que por ella podemos colegir que hay implicada, por ende, la misma situación con relación al actor, o debiera decir con más precisión, al concepto ‘actor’. Las crisis pueden ser de negación o de crecimiento. La crisis del personaje desafía a un nuevo tipo de actor. Esto debe ser entendido. De acuerdo a la etimología uno perfectamente podría decir no sólo ‘tal actor’ actúa en tal obra sino que tal persona hace de personaje en esa obra. Seguir la evolución histórica de un aspecto como en este caso el del actor, puede aclarar no sólo el sentido de la misma, sino en qué punto y por qué ha llegado a como lo conocemos hoy en día. Las etimologías también suelen ser apelaciones legítimas en tal orientación. Sabemos por empezar que persona es máscara. Esta última alude a una vacuidad, a una especie de cuenco vacío a punto de contener un rostro, y esto ya es más interesante. Que un personaje adquiriera ese rango tuvo que ver con la ‘importancia’ implícita que resguardaba como tal. Pero lo sugestivo en persona-máscara es que es por un proceso de rostrificación que se llega a la identidad del personaje. Hay una consecuencia a considerar en este proceso semántico cual es que puede haber una sutil diferencia entre tomar al actor como quien actúa o como quien hace un personaje. Esta sutileza es la que habilita a aceptar que también en la narrativa aparezcan finalmente identidades llamadas de la misma forma. Si la literatura no es teatro aceptemos que ambas dimensiones gozan en este punto de alguien que al menos se denomina igual, lo cual debe ser tenido en claro. Cualquier narración cotidiana incluye un “¡qué personaje!” referido al carnicero, al diariero, al empleado del banco que se destaca por su vivacidad, su histrionismo. Por supuesto que por último también, obviamente, en el cine se le llama de la misma forma. Que a la narrativa llegue después del teatro quiere decir que hay en ella conciencia de estas traslaciones, una asunción consciente de tal función. Pero lo que no podemos dejar de ver es que en este trasiego va en juego el mecanismo mismo de la teatralidad, ya que no es lo mismo sustentar un arte sobre la acción que sobre el proceso de adquirir (de la forma que sea) una identidad. Ya Artaud insultaba a Eurípides porque apreciaba que había ‘psicologizado’ a Esquilo.
El personaje puede ser considerado como un himen que separa lo real de lo falso. Si esto es posible es desde una ley de la mimesis aún vigente que lo hace. Desde una negación de aquella, el estatuto del personaje no sólo varía sino que es uno de los signos que más han evidenciado desde fines del siglo XIX la crisis de la representación.
Si tomamos literalmente en las manos una máscara de la misma manera que el sepulturero toma ante Hamlet la calavera del ‘pobre’ Yorick, vemos la noche de los tiempos por entre la oquedad de sus cuencos. Alguien que ya no está hubo ahí, lo que es una sensación perenne que nos impacta siempre. En el arte del torero, si me dejan devolverme a la imagen de un artículo anterior y con el respeto tan debido al público español, dado que en tanto argentino me atribuyo hablarles de un signo central de su propia cultura, pero computando al mismo tiempo un sesgo universal en el mismo, está el mantener controlada la distancia para que el toro no rompa el himen que las mantiene unidas-separadas a esas dimensiones, que por su cuenta decretan una sola cosa: muerte. No es imposible que el toro arremeta sin control sobre todo atisbo de mimesis, sobre ese danzarín que en tanto baila una exacta danza de oposición y equilibrio a sus descargas, representa a la más pura esencia de la vida. Si no hubiera esta pasión cómo imaginar a alguien escribiendo versos como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. El torero es en definitiva un danzarín que opera por mimesis y tiene la peligrosa subalternidad de defenderse de lo que hace el toro. Cuando el torero queda exánime en la arena, el mundo se queda sin lengua. La realidad gana y cuando la realidad gana tenemos la revelación de lo que significa la doblez de estos mimetizadotes profesionales, los hombres-monos (llamados actores) que duplican para sobredimensionar aquello que a ras del piso no es más que el piafar de la vida primaria, violatoria, furibunda, salvaje. Cuando el torero muere, lo hace sobre un espejo roto, mientras los espectadores sentimos el pánico de ver caído a un héroe de la armonía secreta que guarda la voluntad del hombre. El alma de todos se pasma. En el teatro el personaje es uno de los artífices retóricos que posibilitan ese himen.
lunes, 4 de enero de 2010
Albert Camus a 50 años de su muerte
El cuatro de enero se cumplen cincuenta años de la muerte de Albert Camus, un escritor entre dos mundos: nacido en Argel, forjado culturalmente en Francia, atravesado por las fuerzas contrarias desatadas por la guerra de Argel. Un intruso de provincias que cuestionó a la izquierda ilustrada francesa, aquella que callara ante el totalitarismo ruso y sus socios del comunismo europeo, y que lo tratara como a un paria.
Muchas publicaciones le han dedicado en estos días alguna nota. La que sigue es la que el sábado 2 de enero publicara José María Ridao en El País:
Albert Camus no dejó nunca de ser un escritor leído, pero sólo la publicación póstuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derribó las últimas barreras que habían impedido considerarlo como lo que fue, uno de los más grandes del siglo XX. Las últimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra él por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicación de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendió la muerte en un accidente de automóvil, no fue ajena a este cambio en la apreciación de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por sí sola. Porque la principal aportación de El primer hombre a la obra de un autor que ya había publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba más allá de su excepcional mérito literario: mostraba lo que en vida Camus jamás mostró, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las épocas; mostraba la experiencia íntima desde la que había concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones políticas y morales.
Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.
Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.
Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.
La soledad de Camus desnudó la hipocresía de los ilustres pensadores franceses, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, listos para denunciar cualquier desvío en sus sociedades, mirando para otro lado frente a la viga en el ojo que la URSS y sus aliados europeos representaban entonces:
"Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría", resumía Camus, un filósofo que pensaba que "la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas".
Tal Cual Digital, sin firma, recoge así la polémica entre Camus y Sartre:
Jean Paul Sartre (1905-1980) marca el antes y después en la vida de Camus. Le conoce en 1943. Es un joven de familia burguesa que ha estudiado en la Escuela Normal Superior, el centro elitista por excelencia de la cultura francesa.
Él es un chico de Belcourt, un barrio obrero de Argel. Se hacen amigos. Son existencialistas. Ateos. Sus obras convulsionan la Europa de entreguerras. El hombre no es más que su existencia, dicen. Hablan de la nada, el vacío y el absurdo. Pintan desesperanza, apatía, inanición. La casualidad y lo aleatorio deciden todo, defienden. Sartre publica 'La náusea' (1938), 'El ser y la nada' (1943), 'La puta respetuosa' (1946).
Camus escribe 'Calígula' (1945), 'Estado de sitio' (1948), 'Los justos' (1949). Se distancian a partir de 1948, porque divergen sobre los dilemas que entonces afronta Europa: la pugna Unión Soviética - Estados Unidos, el comunismo, el capitalismo, la revolución, el compromiso político de los intelectuales.
En 1951 Albert Camus publica 'El hombre rebelde' y cuestiona a una izquierda que, con dogmas férreos y dictatoriales, se ha vuelto más reaccionaria que la derecha a la que combate.
Un libro criticado con dureza por 'Les Temps Modernes', la revista cofundada por Maurice Merleau-Ponty y Jean Paul Sartre en 1945, que, en su número 82, publica el bronco cruce de acusaciones entre ambos filósofos que confirma su ruptura.
Sartre identifica el comunismo y la URSS con el compromiso político del individuo con la Historia; Camus no comulga con ningún partido y critica las dictaduras a diestro y siniestro. En 'Los comunistas y la paz' (1952), Sartre lo deja claro: «Un anticomunista es un perro». Y corta con Camus, a quien reprocha recoger el Nobel de Literatura en 1957, el mismo que él rechaza en 1964 por considerarlo un desprestigio.
Camus, como Koestler y Orwell estuvieron entre los pocos y despreciados pensadores europeos que desafiaron el pensamiento predominante de la izquierda europea de los cincuenta y sesenta. Cincuenta años después, Argentina y España debieran atender su espíritu.
Clarín publica algunas reflexiones de Abelardo Castillo que reflejan su impacto en los sesenta. Sin embargo, hoy, sin duda, Camus sería allí "un perro".
Publicado por Jorge Ubeda en 9:54 PM
El cuatro de enero se cumplen cincuenta años de la muerte de Albert Camus, un escritor entre dos mundos: nacido en Argel, forjado culturalmente en Francia, atravesado por las fuerzas contrarias desatadas por la guerra de Argel. Un intruso de provincias que cuestionó a la izquierda ilustrada francesa, aquella que callara ante el totalitarismo ruso y sus socios del comunismo europeo, y que lo tratara como a un paria.
Muchas publicaciones le han dedicado en estos días alguna nota. La que sigue es la que el sábado 2 de enero publicara José María Ridao en El País:
Albert Camus no dejó nunca de ser un escritor leído, pero sólo la publicación póstuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derribó las últimas barreras que habían impedido considerarlo como lo que fue, uno de los más grandes del siglo XX. Las últimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra él por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicación de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendió la muerte en un accidente de automóvil, no fue ajena a este cambio en la apreciación de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por sí sola. Porque la principal aportación de El primer hombre a la obra de un autor que ya había publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba más allá de su excepcional mérito literario: mostraba lo que en vida Camus jamás mostró, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las épocas; mostraba la experiencia íntima desde la que había concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones políticas y morales.
Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.
Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.
Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.
La soledad de Camus desnudó la hipocresía de los ilustres pensadores franceses, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, listos para denunciar cualquier desvío en sus sociedades, mirando para otro lado frente a la viga en el ojo que la URSS y sus aliados europeos representaban entonces:
"Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría", resumía Camus, un filósofo que pensaba que "la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas".
Tal Cual Digital, sin firma, recoge así la polémica entre Camus y Sartre:
Jean Paul Sartre (1905-1980) marca el antes y después en la vida de Camus. Le conoce en 1943. Es un joven de familia burguesa que ha estudiado en la Escuela Normal Superior, el centro elitista por excelencia de la cultura francesa.
Él es un chico de Belcourt, un barrio obrero de Argel. Se hacen amigos. Son existencialistas. Ateos. Sus obras convulsionan la Europa de entreguerras. El hombre no es más que su existencia, dicen. Hablan de la nada, el vacío y el absurdo. Pintan desesperanza, apatía, inanición. La casualidad y lo aleatorio deciden todo, defienden. Sartre publica 'La náusea' (1938), 'El ser y la nada' (1943), 'La puta respetuosa' (1946).
Camus escribe 'Calígula' (1945), 'Estado de sitio' (1948), 'Los justos' (1949). Se distancian a partir de 1948, porque divergen sobre los dilemas que entonces afronta Europa: la pugna Unión Soviética - Estados Unidos, el comunismo, el capitalismo, la revolución, el compromiso político de los intelectuales.
En 1951 Albert Camus publica 'El hombre rebelde' y cuestiona a una izquierda que, con dogmas férreos y dictatoriales, se ha vuelto más reaccionaria que la derecha a la que combate.
Un libro criticado con dureza por 'Les Temps Modernes', la revista cofundada por Maurice Merleau-Ponty y Jean Paul Sartre en 1945, que, en su número 82, publica el bronco cruce de acusaciones entre ambos filósofos que confirma su ruptura.
Sartre identifica el comunismo y la URSS con el compromiso político del individuo con la Historia; Camus no comulga con ningún partido y critica las dictaduras a diestro y siniestro. En 'Los comunistas y la paz' (1952), Sartre lo deja claro: «Un anticomunista es un perro». Y corta con Camus, a quien reprocha recoger el Nobel de Literatura en 1957, el mismo que él rechaza en 1964 por considerarlo un desprestigio.
Camus, como Koestler y Orwell estuvieron entre los pocos y despreciados pensadores europeos que desafiaron el pensamiento predominante de la izquierda europea de los cincuenta y sesenta. Cincuenta años después, Argentina y España debieran atender su espíritu.
Clarín publica algunas reflexiones de Abelardo Castillo que reflejan su impacto en los sesenta. Sin embargo, hoy, sin duda, Camus sería allí "un perro".
Publicado por Jorge Ubeda en 9:54 PM
Suscribirse a:
Entradas (Atom)