jueves, 31 de marzo de 2011

Del por qué la neurociencia aprende del teatro
Gabriele Sofia
Si tuviésemos necesidad de definir la esencia del teatro, ésta sería la relación entre actor y espectador. Cualquier forma de teatro que nos aventuremos a imaginar, perdería su significado en el momento en el que dejara de contar con la presencia de, al menos, un espectador. Como consecuencia de esto y, a lo largo de la historia, quien hace teatro siempre se ha encontrado ejercitando, refinando, mejorando la propia capacidad de establecer y mantener esta relación con el espectador.
Con este objetivo, el actor ha construido una serie de conocimientos implícitos, pragmáticos e incorporados que son capaces de hacer que la relación teatral sea diferente de cualquier otro tipo de relación cotidiana existente entre seres humanos.
Ficción, verdad, empatía, aprendizaje, imitación; todos son temas sobre los que los actores de cada cultura han construido siempre, de modo implícito o explícito, sistemas de conocimiento que pueden transmitirse de maestro a alumno.
Y son justamente estos temas los que, hoy en día, se encuentran en la base de un gran número de investigaciones neurocientíficas. De hecho, el descubrimiento de la ubicación de las neuronas espejo ha obligado a los científicos a realizar una comparación sistemática de esos temas, que forman parte de la cultura milenaria de aquel que hace teatro. Y es que no es casualidad, que el propio Peter Brook haya dicho que, hoy en día, los neurocientíficos están empezando a entender lo que el teatro ha sabido desde siempre.

Pero, ¿Qué son las neuronas espejo?
Las neuronas espejo son unos grupos específicos de neuronas que se activan, tanto cuando un individuo realiza una acción, como cuando un individuo ve esa misma acción realizada por otra persona. En otras palabras, el hecho de observar una acción provoca de forma inmediata la activación del mismo “programa motor” neuronal en el observador, “programa motor” que estará activo durante la ejecución de la acción: cuando observamos una acción, la estamos rehaciendo en nuestro interior. Quizás inhibamos la extensión espacial y temporal de esa acción, pero en nosotros ya ha tenido lugar una activación muscular que ha cambiado nuestro equilibrio interno y que nos ha enviado una información preciosísima acerca de lo que está sucediendo frente a nuestros ojos.
El sistema de las neuronas espejo fue localizado primero en los monos y después en los seres humanos, a comienzos de los años noventa, por Giacomo Rizzolatti y su equipo de la Universidad de Parma (Italia).
Uno de los aspectos más interesantes de este descubrimiento es el hecho de que finalmente se ha localizado un sistema donde la percepción de una acción y su propia ejecución, coinciden. Esto confirma también que cada uno de nuestros procesos perceptivos tiene una característica esencialmente motora y pone definitivamente en entredicho el modelo cognitivo “clásico” según el cual, los pensamientos y la psique poseen una relación unilateral y jerárquica respecto a la dimensión muscular y corporal (considerada un “slave system”, sistema esclavo).
Sin embargo, todo esto ya lo habían intuido ampliamente los grandes reformadores del teatro del siglo xx. La biomecánica de Meyerhold, las acciones físicas de Stanislavski, la euritmia de Dalcroze, los estudios de Laban, (por citar sólo algunos nombres), son ejemplos de cómo el trabajo que el actor realiza sobre su propio cuerpo en acción, se identificó como una vía necesaria para emocionar, mover y conmover, ya fuera a sí mismo, como, obviamente, al espectador.
Y es ese mismo espectador el que hoy en día y gracias a la neurociencia, puede ser estudiado y considerado bajo una nueva luz. Lo quiera o no, el espectador es movido, tocado, estimulado por el actor, cuyas acciones resuenan en su sistema motor. Y es justamente esta resonancia de las acciones la que permite, no sólo al espectador, sino a cualquier ser humano que observa una acción, comprender dicha acción.
De hecho, las investigaciones sobre las neuronas espejo han demostrado que el observador que se encuentra frente a una acción realizada por otra persona, no sólo comprende qué es lo que esa persona está haciendo, sino también por qué lo está haciendo. Y es que se ha descubierto también que el sistema espejo no se activa ante cualquier acción, sino únicamente ante aquellas acciones motivadas que poseen un objetivo preciso, es decir, una intención.

Espacio de acción compartido
De hecho, las neuronas espejo de la persona que realiza la acción, activan en ella un “programa motor” en el que la ejecución de una acción determinada conlleva una intención determinada. Y es ese mismo “programa motor” el que se activa en el cerebro de la persona que observa la acción, también en el caso de que la acción observada no haya aún concluido. En resumen, aquel que observa activa los “programas motores” que él mismo ha ido consolidando a lo largo de su propia experiencia cotidiana con el objetivo de poder prever y anticipar, de forma absolutamente inmediata, el objetivo de la acción, y por tanto, la intención de quien tiene delante.
Esto crea un tipo de “espacio de acción compartido”, (este es el término que utiliza el propio Rizzolati), donde cada acción es comprendida de inmediato sin que para ello sea necesario realizar una “operación cognitiva” explícita y deliberada.
Bajo esta perspectiva, el hecho teatral representa un ejemplo refinadísimo de un “espacio de acción compartido”. Si tomamos nota del hecho de que el actor fundamenta precisamente su virtuosismo en la capacidad de jugar con las previsiones del espectador, en la capacidad de sorprenderlo, de guiar su atención, de crear y dilatar esperas, nos damos cuenta de hasta qué punto puede este trabajo continuo del actor ser para los neurocientíficos un lugar excepcional de estudio de las potencialidades humanas.
El psicofisiólogo italiano Vezio Ruggieri, de la Sapienza Università di Roma ha descrito el cuerpo humano como “un gran arpa que posee cuerdas de diverso espesor y largura”: estas cuerdas, (que serían los músculos), al tensarse y relajarse en una manera precisa, pueden alumbrar una cantidad infinita de melodías; de igual modo, los diferentes grados de tensión de nuestros músculos dan vida a una cantidad infinita de emociones y sensaciones. De acuerdo con los estudios más recientes de psicofisiología, las emociones son justamente el resultado de “coreografías” concretas de tensión y distensión que adoptan los músculos de nuestro propio cuerpo.
Si cotejamos esta imagen del cuerpo humano con aquella de la “resonancia” entre sistemas motores que las neuronas espejo hacen posible, estamos en condiciones de entender cómo, efectivamente, el actor en escena “toca”, (como si de un instrumento se tratara), su propio cuerpo y el del espectador. Y esta melodía produce una cantidad infinita de emociones que el espectador de teatro puede experimentar.
El actor es, a la vez, el artista y la obra de arte, es arpa y músico. Y para ser eficaz debe ser capaz de mover consigo (de conmover) al espectador. Pero, recordamos, que el espectador no se mueve con cualquier acción, porque el sistema espejo se activa solamente con aquellas acciones que tienen un objetivo y una acción precisas. El actor debe, por tanto, ser capaz de conquistar en la escena intenciones y objetivos reales. Debe afrontar la paradoja de ser real en la ficción.
Y es sobre esta paradoja sobre la que siempre ha descansado el poso de las experiencias y culturas teatrales que, hoy en día, resultan ser extremadamente preciosas para aquellos que, como los neurocientíficos, tienen por objeto de investigación al ser humano y su capacidad de relacionarse.


Traducción de Juana Lor