La literatura erótica
escrita por mujeres
en México
Agustín Cadena
“En literatura pornográfica las mujeres han producido hasta ahora sólo un kitsch insensato. Pero el porno del futuro es femenino”. Esto afirmó Cornelia Arnhold, una de las cuatro escritoras alemanas que crearon, a principios de los noventa, el primer cabaret literario del mundo: Nacht der Literat Huren: “Noche de las putas literarias”.
Enunciada hace ya diez años, esta estimación está demostrando ser exacta, por lo menos en algunos países. Podríamos invocar viejas discusiones acerca de cuál es la diferencia entre erotismo y pornografía; podríamos aceptar que esta diferencia es enorme y que no señalarla equivale a poner juntos el arte y la basura, el talento y la imitación, la sensualidad y la ginecología. Pero prefiero pensar que, en todos los tratados al respecto, los argumentos parecen dictados por cuestiones de gusto o de reacción personal y que finalmente son reductibles a una diferencia de grado. La buena pornografía se encuentra más cerca del arte que el erotismo fallido.
Como quiera que sea, propongo ignorar por el momento la diferencia. En este sentido, el “porno” al que se refiere Cornelia Arnhold vendría a incluir lo que muchos lectores y escritores entienden por “erotismo”: un amplio subgénero narrativo cuyos materiales se articulan en torno de la experiencia sexual. Éste es el espacio que en el futuro de hace diez años tendría que ser femenino.
En mi país, la producción literaria reciente demuestra que tal futuro está aquí. Esto no quiere decir que los escritores varones hayan dejado de escribir narrativa erótica. Una buena porción (aunque no la más importante, y a esto es a lo que voy) de su obra reciente incluye pasajes eróticos o piezas completas ubicables dentro del género. Éste es el caso de Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Agustín Monsreal, José Agustín, Ignacio Trejo Fuentes y Eusebio Ruvalcaba, entre los mayores, y Enrique Serna, Eduardo Antonio Parra, Juan Antonio Rosado y Guillermo Fadanelli entre los más jóvenes. Los objetivos son distintos: ilustrar una concepción estética o una reflexión sobre el orden de lo real, como en el caso de Elizondo, García Ponce o Rosado; crear un efecto de violencia o sordidez o simplemente enfatizar un estado emotivo, como en Ruvalcaba, Parra o Fadanelli; enriquecer un cuadro social o un personaje, como en Trejo Fuentes o José Agustín; articular un juego verbal, como en el caso de Monsreal; o bien ironizar sobre el poder o las manipulaciones de la ideología, como en el de Serna. Ocasionalmente, también muchos otros escritores han coqueteado con el género. Incluso algunos a quienes se les identifica con otros intereses temáticos lo han abordado, como Eloy Urroz y Jorge Volpi, quienes escribieron dos novelas eróticas que se complementan una a la otra (Herir tu fiera carne y Sanar tu piel amarga, respectivamente). De todos modos son pocos, si se consulta la extensa nómina de narradores mexicanos que tienen por lo menos un libro publicado.
En cambio, en la producción narrativa femenina el registro de la experiencia erótica ha venido cobrando más y más importancia, al grado que podríamos decir que todas las escritoras mexicanas vivas, en mayor o menor medida, le han dedicado por lo menos un párrafo. Y al compararlo con lo producido por los varones resulta que hay notorias diferencias tanto de objetivos como de procedimientos. No pretendo descubrir el hilo negro ni reactivar viejas discusiones. Pero me interesa señalar un punto: según Laura Freixas, “en los textos eróticos femeninos predominan la fantasía, los símbolos, las sensaciones; en los masculinos, los actos”. Es en esta diferencia donde quiero centrar mis comentarios.
En México, la literatura erótica no es un subgénero más, como podría serlo en otros países; tiene una larga tradición que se remonta a las culturas prehispánicas. En este sentido destacan los cantos eróticos de las mujeres de Chalco (Chalcacihuacuicatl). Se trata de un largo poema dramático que da cuenta de la sexualidad no cristianizada da las mujeres mexicanas; de cómo, con la sabiduría de sus carnes centenarias, son capaces de vencer al guerrero en la batalla amorosa. Y esto es con un lenguaje a la vez explícito y rico en delicadas formas poéticas: “Yo te vine a dar placer, florida vulva mía, / paladarcito mío. / Tengo gran deseo del pequeño rey Axayacatl. / Mira por favor mis cantaritos floridos. / Mira por favor mis cantaritos floridos”.
Recuperados por Ángel María Garibay K., algunos investigadores aún sostienen que estos cantos pertenecen realmente a la tradición oral de las mujeres chalcas; otros, como Miguel León Portilla, afirman que fueron escritos por el poeta Aquiauhtzin de Ayapango. Ambas cosas son posibles. En todo caso, la literatura de Chalco no es la única, entre las tradiciones indígenas, que concede un lugar importante a la vida sexual como parte de la experiencia poética. Entre los otomíes, por ejemplo, abundan también los textos narrativos que relatan encuentros sexuales o iniciaciones incestuosas. Como veremos adelante, el incesto es uno de los temas con más prosapia dentro de nuestra literatura erótica, acaso en virtud de esa conflictiva relación entre el mexicano y su madre o su padre, que señala Octavio Paz en El laberinto de la soledad.
Si aceptamos que los cantos eróticos de Chalco pertenecen a la tradición oral femenina, entonces resulta fascinante ver que, a través de las determinaciones formales e ideológicas propias de cada época, el asunto de la experiencia amorosa ha tenido una línea ininterrumpida en la producción de las escritoras mexicanas. En la Antología del Centenario, editada en 1910 por Urbina, Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, la única mujer que aparece es sor Juana Inés de la Cruz. Y fue una escritora que dedicó a la vicisitud amorosa sus mejores páginas.
Si hasta 1910, entonces, sólo había una escritora mexicana reconocida como tal por la crítica oficial, después de eso y en gran parte gracias a las transformaciones que trajo la Revolución, en las décadas posteriores del siglo XX y hasta el momento, la cantidad de escritoras publicadas en mi país ha venido multiplicándose. Sin embargo, el tema erótico no logra desprenderse del sentido porfiriano del decoro hasta que, pasado el medio siglo, la literatura y el feminismo logran tomarse de la mano.
Efectivamente, a Rosario Castellanos (1925-1974), que junto con Elena Poniatowska (1932-) fue la primera escritora feminista de importancia en México, le toca haber escrito la primera pieza narrativa en donde se aborda con fortuna el tema de la sexualidad femenina. Me refiero al relato “Lección de cocina”, perteneciente al libro Álbum de familia (México, Joaquín Mortiz, 1971). La publicación de esta obra tendría una gran importancia a largo plazo, ya que le ganaría a la autora una multitud de discípulas e imitadoras. De hecho, con ella se inaugura la idea de unir en un solo cuerpo simbólico el erotismo y la cocina, que décadas más tarde cristalizará en Como agua para chocolate (México, Planeta, 1989), de Laura Esquivel.
A sólo cuatro años de publicado Álbum de familia, Inés Arredondo (1928-1989) sorprenderá al público mexicano con “La sunamita”, no sólo uno de los más logrados cuentos eróticos, sino también uno de los mejores cuentos en general de la literatura mexicana. En esta pieza, incluida en el volumen La señal (México, Joaquín Mortiz, 1975), la autora recrea con gran concentración y tensión narrativa el tema bíblico de la joven inexperta que se convierte en la cotidiana ración carnal de un viejo libidinoso.
A partir de la publicación de estas dos obras, el género erótico será consentido de las narradoras mexicanas. Sin embargo, antes de ir adelante es necesario abrir un paréntesis y señalar un punto. Una de las peculiaridades de la literatura de mi país es la histórica división que se ha dado entre el desarrollo de la narrativa y el de la poesía. Parece ser que, hasta el grupo que Wigberto Jiménez Moreno, en uno de los momentos más importantes de la crítica mexicana, bautizara como Generación del Medio Siglo, las poetas siempre fueron un paso adelante de las narradoras, acaso porque tradicionalmente se les toleraba más a las mujeres la escritura de poesía que la de ficción. Como quiera que fuese, ese gran acto de rebeldía social y literaria que fue en México el descubrimiento de lo erótico fue protagonizado, primero, por autoras que escribían en verso, en particular por la enorme Enriqueta Ochoa (1928-), de quien Octavio Paz diría alguna vez que era la mejor poeta mexicana después de sor Juana. Innegablemente, ya existía el antecedente de esos personajes que fueron Efrén Rebolledo (1877-1929) y José Juan Tablada (1871-1945), los poetas malditos de la literatura porfiriana. Pero del erotismo modernista que ellos cultivaron, deslumbrante en su forma como lo era, a la afirmación en términos poéticos de la autonomía sexual del cuerpo femenino, había una gran distancia ideológica. La prueba es que, como la propia Enriqueta Ochoa lo cuenta, la primera edición de Las vírgenes terrestres (1950) fue condenada desde el púlpito.
Entonces, decía, el erotismo comienza a aparecer en la narrativa mexicana con la Generación del Medio Siglo, que de acuerdo con Jiménez Moreno incluiría a los escritores nacidos entre 1920 y 1935: Salvador Elizondo y Juan García Ponce, ya mencionados arriba, y, entre las escritoras, Rosario Castellanos, Elena Poniatowska, Inés Arredondo y Amparo Dávila, por mencionar sólo a quienes se ocuparon en algún momento del hecho erótico.
Después del Medio Siglo, curiosamente, protagonizará la exploración del tema un grupo de narradoras con una característica en común: ser de ascendencia judía. Me refiero a Esther Seligson, Margo Glantz, Sara Sefchovich, Ethel Krauze, Rosa Nisán y Sara Levi Calderón. Respecto de esta última, hay que hacer notar que es la autora de la primera novela de amor lésbico que circuló en México con relativo éxito (antes de ella, Rosa María Roffiel había publicado Amora, sobre el mismo tema, pero no circuló mucho). Se trata de Dos mujeres (México, Diana, 1990), una historia entre rosa y roja en donde dos damas burguesas deciden irse juntas a la cama y viven una interminable luna de miel por los pueblos más encantadores de la provincia mexicana.
Por su parte, Rosa Nisán parece haber descubierto recientemente su talento para el género. Aunque ya coqueteaba con él en sus obras anteriores, Novia que te vea e Hisho que te nazca, es hasta la publicación de Los viajes de mi cuerpo cuando Rosa Nisán puede ser considerada una escritora de literatura erótica. Al momento de redactar estas notas (diciembre de 2003), Los viajes de mi cuerpo tiene sólo unos meses de haber salido a las librerías, y está muy fresco el entusiasmo con que fue recibida por una parte importante de los lectores y los intelectuales de mi país. Lo reciente de su publicación, pues, hace difícil hacer estimaciones en cuanto a la importancia que podría tener. Sin embargo, es una obra notable en cuanto a que presenta la otra cara de un tema favorito de los autores de narrativa erótica: el del amor de las mujeres maduras. Ciertamente, dándoles la vuelta a Vargas Llosa, Stephen Vizinczey y muchos otros, Rosa Nisán nos cuenta aquí la historia de dos gordas cuarentonas que se lanzan a la caza de hombres. Con un gran sentido del humor y de la ternura se recrean las aventuras de Olivia y Lola y cómo la primera, gracias a su amiga y al amante mulato que se ha encontrado, logra superar los miedos inducidos socialmente y se olvida de sus años y de su celulitis. Al final toda la carne sobrante, la gordura, las lonjas dejan de ser un motivo de vergüenza y se convierten en un medio más de seducción, en un manjar que se prodiga con alegría al amante.
Paralelamente a este grupo de escritoras de ascendencia judía, algunas otras, ajenas a esa comunidad y más bien de manera aislada, han estado publicando relatos y novelas eróticas. Entre las nacidas en la década de los 50, por ejemplo, están Mónica Lavín (1955) y Josefina Estrada (1957).
En el caso de Mónica Lavín, el erotismo ha estado presente desde sus primeros libros y casi siempre visto desde sus zonas más oscuras: el voyerismo, el fetichismo, el incesto. Los dos primeros temas empiezan a hacerse especialmente presentes en los relatos de su libro La isla blanca (México, Lectorum, 1998); el tercero proporciona el conflicto central de su novela Tonada de un viejo amor (México, Selector, 1996). En efecto, esta obra recrea la historia de una relación entre tío y sobrina, que se aman en una atmósfera provinciana, elemental, en cierta forma salvaje.
Este mismo tema, el del incesto, es abordado por Cecilia Urbina en Firme compañera (México, TAVA Editores, 1994). En esta novela, y por medio de un estilo sensual y rico en matices, la autora nos cuenta la historia de una pasión entre hermano y hermana.
Por otra parte, en la obra de Josefina Estrada el erotismo y la sordidez se encuentran permanentemente asociados; la suya es una narrativa dura, poco común entre lo que en México se considera “literatura femenina”. Los temas que le han interesado, como escritora y como periodista, son el amor clandestino, el adulterio, la prostitución, el sexo en las prisiones. Ciertamente, su novela Desde que Dios amanece (México, Joaquín Mortiz, 1995), además de divertida y sórdida, es toda una apología de las posibilidades extramaritales de una mujer casada. Después del éxito que obtuvo con esta obra, Estrada publicó Virgen de medianoche (México, Nueva Imagen, 1996), basada en una investigación que hizo sobre la vida y las prácticas sexuales de las prostitutas de la Ciudad de México. Se trata de una novela muy rica en anécdotas, escrita con un lenguaje directo y fresco. Su obra más reciente, Te seguiré buscando (México, Ediciones del Ermitaño, 2003), es una noveleta de amor lésbico en la cual las amantes viven su relación con una gran intensidad emotiva, desde el deseo y el temblor.
Ahora bien, sería difícil negar que la novela mexicana más conocida en el mundo es Como agua para chocolate, de Laura Esquivel. Aunque este hecho incomoda a varios críticos académicos, no veo por qué quitarle méritos a una obra que en realidad está escrita con mucha habilidad. Es cierto que no ha podido desplazar a los protagonistas del llamado “boom” como lectura obligada en las carreras de literatura, pero fuera de México cada vez son más las universidades que la incluyen en sus cursos curriculares. Y un aspecto que parece estimular mucho los comentarios de los estudiantes es, precisamente, el del erotismo. En efecto, aunque Como agua para chocolate no es una novela erótica, la obra impresa primero y luego la conocida adaptación cinematográfica han hecho célebres las escenas amorosas: cuando Pedro le mira los pechos a Tita por primera vez, cuando se la arrincona en la habitación vacía y, sobre todo, el apoteósico orgasmo del final. Podría decirse que se trata de un erotismo light, en comparación con el que maneja Josefina Estrada, por ejemplo, pero representa lo que miles de lectores en Europa y en Estados Unidos entienden como el erotismo mexicano contemporáneo.
Con la promoción más nueva de escritores (los nacidos después de 1960), el género que ocupa estas páginas se ha explorado de una manera tal vez más consecuente con lo que son sus características principales. Como lo dijo alguna vez Margo Glantz, una buena obra erótica debe provocar una erección o una humedad. Y en cierta forma es hasta ahora cuando empieza a lograrse esto cabalmente. Pienso en dos escritoras nacidas en 1965: Adriana Díaz Enciso y Edmée Pardo. La primera, que ya había coqueteado con el género en varias escenas de su novela La sed (México, Colibrí, 2000), fue finalista del premio La Sonrisa Vertical en 1999 con ¡El amor! Y hace apenas unos meses publicó Puente del cielo, donde una enferma desahuciada pasa sus últimos días encerrada, entregándose al sexo con un desconocido.
En cuanto a Edmée Pardo, luego de varios años de mantener en un suplemento una columna de textos breves eróticos, “Rondas de cama”, hizo una selección de ellos y los publicó en un volumen con el mismo título hace un par de años. Y hace unos meses publicó la noveleta Flor de un día, donde el encuentro sexual se recrea de tal modo que el énfasis siempre está en la elaboración del discurso erótico, en la densidad de las palabras mismas y la manera como ellas transforman los actos.
No me gustaría terminar estas notas sin hacer referencia a una novela en donde lo erótico, cuando aparece, adquiere una carga explosiva. Me refiero a Réquiem por una muñeca rota (cuento para espantar al lobo) (México, Tierra Adentro, 2002), de Eve Gil (1966). Se trata de una novela de formación en donde dos adolescentes despiertan a la vida sexual en medio de la violencia familiar, la represión, el sentimiento de culpa y una honda soledad.
Esto es, grosso modo, lo que se ha publicado en mi país en relación con la literatura erótica. Aunque el género posee una larga tradición que se encuentra en nuestras raíces indígenas, ha debido vencer un gran número de obstáculos sociales, editoriales y propiamente literarios para llegar a donde está. Y donde está no es exactamente donde se desearía. Aún debe madurar, adquirir un perfil propio. En esto sería necesario que escritores y editores trabajaran juntos. Hace casi diez años, por ejemplo, la editorial Planeta Mexicana (cuando la dirigía Jaime Aljure) lanzó una colección que debía haber sido el equivalente mexicano de La Sonrisa Vertical. Se llamaba “Las alas del deseo” y, lamentablemente, no pasó de media docena de títulos. No era aún el momento: hacían falta autores, obras de calidad que pudieran insertarse con fortuna en el género. Tal vez ahora sea un mejor momento; ahí están las escritoras y los escritores que he mencionado. Y ahí están varios que aún no publican en libro, pero tienen una presencia cada vez más constante en revistas y suplementos literarios, y se han acercado con audacia y buena mano a lo erótico: Miriam Martínez, Virginia Hernández Reta (Premio Beatriz Espejo 2002), Citlali Ferrer, Mayán Santibáñez, Yudi Kravzov, Amélie Oláiz, Elizabeth Flores, Mónica Sánchez Escuer y, entre los hombres, René Roquet y Jesús Pacheco.