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Cyber Humanitatis Nº 29 (Verano de 2004)
Clase inaugural: Dramaturgia, teoría y escena teatral.
Por Luis Vaisman
Universidad de Chile.
I
Que un Departamento de Literatura con toda la barba convoque y ofrezca un espacio para intercambiar ideas acerca de un objeto artístico que reclaman como propio desde más tiempo del que solemos reconocer diversas artes y disciplinas de estudio, es una esperanzadora iniciativa que merece la pena festejar. Que ella nazca –así lo consigna hidalgamente el texto de la convocatoria a este Seminario que hoy inauguramos- “como expresión de un sector de estudiantes de postgrado en literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile”, potencia esa esperanza más allá del tema específico de estas reuniones: habla además positivamente del modo en que una adecuada dinámica de renovación impulsada por el diálogo productivo entre la academia establecida y su integrantes en formación abre camino hacia un futuro promisorio de conocimiento e intercambio interdisciplinario, y lo hace precisamente respecto de un objeto tradicionalmente reacio – y por eso bandera de diversas rebeldías- a entregarse al conocimiento, producción y comunicación desde un solo ámbito del saber y del hacer.
Me refiero, por supuesto, a ese arisco objeto bifronte que se identifica, dependiendo de cómo y desde donde se le mire, con los nombres –griegos ambos al igual que las realidades culturales que originalmente designaron- de ‘drama’ y de ‘teatro’.
II
Hay que tener en cuenta que en el lugar y tiempo desde donde nos han llegado ambos términos, no aparecían sus referentes tan diferentes como nos aparecen ahora a nosotros: verbal uno, multimedial el otro, ni tan difícil el camino que lleva del uno al otro. Creo útil recordar algunas de las circunstancias del espacio cultural en el que se inserta el teatro de la Grecia antigua que, muy distintas de las nuestras, hacían mucho más fácil y fluido ese hoy tanto más complejo recorrido.
Primero, tener presente que todas las especies artísticas verbales relevantes de la época (la tragedia, la comedia, el drama satírico, el ditirambo, la epopeya y las especies de la lírica) estaban incluidas, junto a otras artes que hoy quedan fuera de nuestra concepción de ‘literatura’, en ese amplio ámbito que ellos llamaban ‘mousiké’. Todas las artes que formaban parte de ella eran entregadas normalmente al público mediadas por intérpretes, por ejecutantes; en el caso de las artes verbales, por recitadores, que era un nombre incluso aplicado con frecuencia a los actores. Así, pues, la experiencia de recepción más habitual de las formas griegas de esos integrantes de la ‘mousiké’ que después quedaron insertas en el concepto de ‘literatura’, era oral, auditiva, y también social, colectiva, igual como el teatro, aunque los grupos que constituyeran el público normal del uno y de las otras pudieran variar mucho tanto en su número como en su composición.
Esto, sumado al predominio aplastante de la palabra como medio de la interacción dramática, a la práctica de narrar en las tragedias aquellas acciones que, como los hechos de sangre, la práctica griega sustraía de la vista del público –se trataba, como se sabe, de suscitar temor, una emoción inteligente, y no del horror, que obnubila la razón- y a la potente, multifuncional y lírica participación coral, todo esto, digo, permite comprender más fácilmente la opinión de Aristóteles respecto de la equiparable eficacia de la lectura de una buena tragedia con la de su representación teatral en cuanto a la producción de los efectos propios del género, y la casi nula importancia que la representación teatral alcanza tanto en Platón como en Aristóteles para establecer las similitudes y diferencias que permiten distinguir las especies dramáticas – tragedia y comedia- de la epopeya, seria o cómica.
Comprenderla de ese modo, históricamente situada y no como un juicio acerca del arte teatral en general, contribuye notablemente a percibir con mayor nitidez las diferencias mediales que hacen a esa opinión mucho menos pertinente o francamente inaplicable a otras formas y momentos del teatro occidental; como el nuestro, por ejemplo, en el cual el abismo que separa la palabra oral potente del teatro, del recoleto silencio de la lectura individual de cuentos, novelas y poemas se sitúa, desde este punto de vista, en las antípodas de lo que constituyó la experiencia griega.
III
Inmerso en esa experiencia, Platón distingue el relato narrativo del relato dramático según quién use la voz para darle existencia: si sólo el poeta, o sólo los personajes, o ambos alternadamente. Así, aún cuando las condiciones físicas de la representación en la Grecia clásica no favorecían interacciones no verbales -tanto porque el público se encuentra situado a considerable distancia de los actores y tan a plena luz como ellos, como porque los mismos actores se encuentran bastante restringidos para utilizar expresiones faciales y gestos corporales por el uso de voluminosos trajes, máscaras, altos peinados y coturnos-, no por eso desaparece todo recurso actoral a la kinésica y la proxémica . Pese a ello, Platón no hace otra cosa que distinguir diferentes tipos de relato verbal: narración, diálogo, o mezcla de ambos; la teatralidad no juega ningún papel en este plano de sus consideraciones (como sí lo jugará cuando enfoque el asunto desde una perspectiva ético-política). No hace la menor referencia a los otros medios de imitación que la representación teatral compromete: se trata en todos los casos de arte verbal.
IV
En Aristóteles, el asunto es más ambiguo: por una parte, el Estagirita introduce su reflexión acerca de las maneras o modos de imitar de las artes verbales en el capítulo 3° de su Arte Poética señalando que la distinción que allí introducirá no toca para nada a los medios ni a los objetos de la imitación: “…Hay una tercera diferencia, que es el modo en que uno podría imitar cada una de estas cosas. En efecto, con los mismos medios es posible imitar las mismas cosas unas veces narrándolas (…), o bien presentando a todos los imitados como operantes y actuantes”, traduce este famosísimo segmento del texto aristotélico Valentín García Yebra.
“Con los mismos medios”, ha afirmado. Así, tanto la narración como la presentación de los imitados como operantes y actuantes deberán recurrir al medio verbal, al lenguaje. Hasta aquí parece no haber diferencia con Platón. Sin embargo, Aristóteles, cuando en el capítulo sexto del texto aludido enumera las partes llamadas ‘cualitativas’ de la tragedia, incluye una que no utiliza lenguaje y la designa como ‘opsis’, esto es, ‘espectáculo’. Los medios del espectáculo, en tanto visual, son evidentemente otros que el que se identifica en el capítulo tercero: se trata ahora del color y la forma, mencionados ya por el filósofo en el capítulo primero de su opúsculo como ajenos al arte de la mousiké; los medios propios de las artes que ésta incluye son el ritmo, el lenguaje y la armonía. Por esto, es el espectáculo, pese a su efecto tan seductor, la parte más ajena al arte y la menos propia de la poética, ya que –dice, otra vez según García Yebra- “para el montaje de los espectáculos es más valioso el arte del que fabrica los trastos que el de los poetas”.
Es por demás conocida la parte predominante que le cabe al lenguaje (ritmo y armonía son sólo ‘embellecimientos’, aderezo o sazón) en la teorización aristotélica acerca de las partes de la tragedia: la fábula como entramado de acciones es antes que nada un entramado de interacciones verbales, porque se trata principalmente del uso del lenguaje como acción: para amenazar, como hace Edipo con Tiresias y Creonte, cuando éste trae la respuesta del oráculo y aquél se la explica de modo inaceptable para él; para tranquilizar, como intenta infructuosamente hacer Yocasta con Edipo al narrarle el la antigua prohibición del oráculo para convencerlo de que las profecías no se cumplen; para atemorizar, como hace Edipo con el pastor de Layo para conseguir que confiese la verdad acerca del responsable de su abandono; para mentir, como miente Yocasta cuando le cuenta a su esposo Edipo que fue Layo quien mandó dejar abandonado a su hijo en el monte Citerón; para dar la muerte o la vida, como hace Creonte con Antígona e Ismene respectivamente al distinguir responsabilidades en el prohibido entierro de Polinice; para jurar, como jura Ifigenia en la isla de los Tauros liberar a Pílades a cambio de llevar éste un mensaje a la familia de ella en Argos; para argumentar… ¡ah, cuánto se argumenta en la tragedia y la comedia griegas! Mejor ni empezar a ejemplificar.
Y así como la acción, todo es lenguaje en el drama: el carácter mismo es definido en el capítulo sexto como aquellos sectores del discurso dialógico en que se manifiesta la decisión de algún personaje, qué cosas prefiere o evita -por eso, señala Aristóteles, no tienen carácter los razonamientos en que no hay absolutamente nada que prefiera o evite el que habla-; el pensamiento, a su vez –tercera parte cualitativa de la tragedia en orden descendente de importancia- consiste en saber decir lo implicado en la acción, por lo que antaño los tragediógrafos lo emparentaron con la política y ahora –y casi es posible oír aquí al filósofo suspirar su nostalgia- ahora sólo con la retórica; la elocución, el cuarto de los elementos verbales, no es otra cosa que la sabia elección y disposición de las palabras; la melopeya, parte quinta, no es más que la palabra entonada armoniosamente. Sólo el espectáculo, pues, queda fuera del arte verbal. Es la única parte que, en el capítulo sexto, se identifica con la manera de imitar: fábula, carácter y pensamiento son adjudicados al ámbito de los objetos, canción y elocución a los medios, y sólo el espectáculo
a la manera.
Ahora bien, en el capítulo tercero, donde Aristóteles establece la distinción entre las maneras de imitar mediante la palabra, él opone narrar a presentar. Presentar mediante la palabra es actuar verbalmente con y entre otros, es fundamentalmente dialogar. Desde este punto de vista, sí queda la manera propia del drama -esa que más adelante se reducirá a ‘opsis’= espectáculo- dentro de la labor propia del poeta, y será responsabilidad suya, antes (en el sentido de ‘anterior’ y también de ‘más importante’) que del que fabrica los trastos. Éste, llegado el momento, sólo deberá materializar visualmente la espacialización de las acciones orales concretas que surgirán ahora de los cuerpos de los actores en el espacio escénico.
El margen de libertad que Aristóteles deja a esta actividad extrapoética –algo así como la ‘extrinsecación’ croceana, que es un acto técnico ajeno y posterior a la creación propiamente artística- es escaso: todos los elementos importantes de la tragedia tienen que ver con la palabra en sus diferentes usos; indirectamente además, rechaza el aporte creativo de lo no verbal para el cumplimiento de la finalidad de la tragedia, sometiendo gestos y movimientos estrictamente al control de la palabra, como lo muestra al comparar a los malos actores con los malos flautistas, que intentan reemplazar con contorsiones exageradas y ridículas su incompetencia en el plano musical. Esta firme sujeción del espectáculo al texto será una de las costuras que más se desgastará con el paso del tiempo, abriendo una herida que se enconará a menudo, comenzando por la esquina de la actividad teatral, y alcanzando finalmente la problematización, en la esquina de la academia, de su relación ancilar con la literatura.
V
Es por tanto el tema de este Seminario que reúne dramaturgia, teoría y escena teatral –título en el la literatura aparece veladamente montada en la chúcara yegua dramatúrgica-, es el tema de este seminario, repito, asunto nada trivial. Por eso me he permitido demorarme en el momento original práctico y teórico de esa tríada. Porque si Platón y Aristóteles no titubean en afirmar el carácter (casi) exclusivamente verbal de la imitación dramática, hasta el punto de llegar el discípulo a afirmar la superioridad de la tragedia respecto de la epopeya entre las artes de la palabra, la actitud que ellos representan resulta perfectamente explicable desde la práctica cultural griega antigua, que no establece los límites y la diferencia entre ‘drama’ y ‘teatro’. Pero esa misma explicación que legitima su relativización a dicho momento cultural, con su práctica y teoría dramatúrgicas y escénicas, y nos permite con eso aflojar el yugo del dictum aristotélico, debe aguzar nuestra percepción para comprender que esa relativización toca sólo la superficie de su planteamiento, cuya real profundidad y permanencia seguramente él mismo no podía calibrar desde el estrecho círculo del teatro verbal; porque al definir el modo dramático como imitación directa de los actos de los que (inter)actúan, parece autorizar la extensión de su propuesta dramática desde los actos exclusivamente verbales de la práctica teatral griega, a ese otro teatro surgido en la sociedad medieval y que se modifica, expande y profundiza a partir del Renacimiento combinando en proporciones y distribuciones diversas interacción verbal y no-verbal, e incluso a las propuestas teatrales extremas en que se restringe el uso de la palabra casi sólo a su función interjectiva (como propone Artaud), y hasta a aquellas en que la expulsión de la palabra es total (como ocurre en Actos sin palabras I y II, de Beckett). Y así como el Estagirita descubre la posibilidad de existencia de un gran arte que imite sólo a través del lenguaje aunque no lo encuentre en su entorno, así también logra centrar la mirada sobre lo esencial de lo dramático –la presentación directa de interacciones- más certeramente de lo que podía imaginar, abriendo así la posibilidad de extender la validez de su propuesta a formas teatrales muy posteriores, que parecen ser tan ajenas a las que él conoció.
Este proceso paulatino de cambio que se fue acelerando poco a poco, y terminó por caracterizar parte importante del arte dramático del siglo XX, demostró, en la práctica teatral, que el teatro dramático puede subsistir sin palabras, pero no sin interacción de los “operantes y actuantes”, humanos o no (recordemos que en Acto sin palabras I el árbol, el silbato, las tijeras se presentan como animados o manejados por alguien que lo es, y lo mismo ocurre con la picana en Acto sin palabras II).
En este proceso se fue afianzando también la diferenciación de la dramaturgia como actividad literaria escritural, solitaria y silenciosa, y la ‘teatrurgia’ como materialización audiovisual colectiva de ella. Será en la herida abierta por esta progresiva separación que se instalará, ‘pechando y rempujando’ como diría el huaso, la manzana de la discordia entre el drama y el teatro.
Diversos procesos culturales incidieron en la profundización de la brecha. Por ejemplo, la especialización progresiva del dramaturgo ‘escritor’, como creador de textos para que los instalen en el escenario otros, terminando con la tradición iniciada en Grecia de conceder al poeta dramático coro y actores para dirigir la puesta en escena, esperando incluso de su talento creativo también la música –la melopeya, como traduce, con aroma deliciosamente antiguo, García Yebra- y la coreografía, tradición de trabajo integrado que de alguna manera todavía asoma en la dramaturgia de Shakespeare y de Molière, pero no ya en la de Víctor Hugo, el Duque de Rivas, o Tennessee Williams. Sabido es que este último era capaz de reescribir completamente partes importantes de sus obras, como hizo con el tercer acto de La gata sobre el tejado de zinc caliente para dejarlo más del gusto de Elia Kazan - al que Williams admiraba mucho- aunque menos del suyo propio.
También incide en la transformación que venimos comentando el acelerado desarrollo de tecnologías de gran impacto en la actividad teatral, como la aparición de la electricidad con las infinitas posibilidades que otorga para la iluminación, transformando la necesidad de alumbrar para permitir que la representación se vea, en un sofisticado y sutil arte con posibilidades insospechadas. La electricidad no sólo influyó en la luminotecnia, sino también como energía para facilitar cambios y desplazamientos escenográficos muy rápidos y precisos que hubieran hecho la envidia de Shakespeare; por ejemplo, sólidas parrillas equipadas con máquinas que permiten izar y bajar escenografías completas, plato giratorio para disponer varios espacios escénicos diferentes y permitir con ellos a los personajes el tránsito de uno a otro sin necesidad de suspender la acción por medio de telón o apagón, o reduciendo estos a la duración mínima exigida por la acción dramática.
Este mismo desarrollo tecnológico amplía enormemente las posibilidades de grabación, diversificación, mezcla y reproducción de la música, los sonidos y los ruidos que contribuirán a la comunicación de las historias, poniendo de manifiesto nuevas posibilidades de integración estética y semiótica que se expanden en desmedro de la actividad verbal propia de la más antigua tradición autorial.
El manejo integrado de todo esta gran variedad de recursos resultó ser uno de los más importantes dinamizadores del espacio de acción de la dirección teatral que, partiendo de la organización y coordinación del espectáculo, avanza hasta intervenir aspectos estéticos e ideológicos fundamentales de las obras procediendo a realizar una utilización cada vez más personal del producto de la pluma dramatúrgica, relegando el texto dramático literario a un lugar marginal del proceso, convertido ahora en pre-texto: un estado textual maleable cuya función es inspirar el proceso creador teatral que le otorgará su texto y forma definitivos.
Frente a esto los dramaturgos reaccionaron de muy diversos modos, desde la aceptación entusiasmada y participativa de las transformaciones promovidas por la puesta en escena, hasta el intento de controlar legalmente los posibles desvaríos de los directores, pasando por una resignación más o menos refunfuñante frente al ‘irrespeto de los directores por el trabajo del autor’.
Situación que plantea la necesidad de un ‘delicado equilibrio’, para calificarla usando el título de una obra de Edward Albee.
VI
Como es natural, esta mediación de la puesta en escena entre autores y público que descarga buena parte de la dramaturgia en el terreno de la puesta en escena se ejerce no sólo entre coetáneos, sino también – y de preferencia, diría yo- respecto de los autores clásicos; lo que bien puede deberse a que la intensa cirugía a que sin duda los someterán es soportada con menor angustia y más tranquilidad por los autores que ya han abandonado este mundo que por los que pueden aparecerse en carne y hueso durante los ensayos o en el estreno, y opinar además por la prensa.
En mi perspectiva, en fin, todo este cuento empezó con la literatura tomándose el teatro (griego) con el fin de llegar con mayor vivacidad y compromiso al gran público, para encontrarse actualmente con bastante frecuencia reducida a ser requerida por el teatro –a veces sólo admitida en él- como un insumo más, de importancia…. relativa. Incluso, con vocación de suicidio como en Acto sin palabras, llegando justo al borde de la escena para emitir desde allí su último suspiro inaudible de consueta.
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