lunes, 12 de septiembre de 2011

PROYECTO SOLIDARIO CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO: TODOS LOS DÍAS SON 25 DE NOVIEMBRE.
El proyecto puesto en marcha por Lunadecaramelo teatro quiere ser una respuesta solidaria con la que poder prestar apoyo a todas las mujeres que sufren maltrato. Se trata de visibilizar las violencias física, psicológica, y económica o sexual, a través de un montaje teatral para evitar el ciclo de la violencia y sus consecuencias.
Objetivos del proyecto.
El proyecto tiene dos objetivos que son su razón de ser.
-Colaborar con las distintas asociaciones interesadas en el tema para dar a conocer la situación vital de algunas mujeres victimas de la violencia de género.
- Colaborar con las asociaciones en la financiación de acciones y proyectos relacionados con la erradicación del maltrato.
Texto
El texto a utilizar es un monólogo de título “Puñetazos de amor” escrito por Joaquín Lozano.
Sinopsis
Puñetazos de Amor es un monólogo contado por varias mujeres con sus voces y sus cuerpos. Es la historia de Elly que animada por otras mujeres, especialmente su abuela Alejandra, rompe el silencio enfrentándose a la situación de maltrato que sufre por parte de su marido. Todo el vaivén emocional por el que pasará, dará lugar, finalmente, a un mensaje de esperanza que, como dice la protagonista, se resume en volver a disfrutar del mar y el arroz con leche, y en volver a dar y recibir amor.
Estreno del montaje
Día: 25 de noviembre 2011
Lugar: Cepi Hispano Ecuatoriano de Arganzuela
C/ Arquitectura 20. Madrid.
tfo. información: 913545080
Para colaborar con la iniciativa
Ponerse en contacto en la siguiente dirección:
kinedrama@yahoo.es

lunes, 5 de septiembre de 2011

El arte como ansia de lo ideal
Autor: Arte bajo cero
Reflexiones de un cineasta.
Por Andrei Tarkowski (*)

La obra artística de Andrei Tarkowski ha comenzado por primera vez a ser justamente valorada en España. Su cinematografía es muy corta de títulos, pero posee una singular fuerza creadora. Su diario, titulado Esculpir en el tiempo, contiene páginas fundamentales sobre estética y, en especial, sobre la estética del arte cinematográfico. Presentamos aquí un extracto de ese libro, editado por primera vez en España por Ediciones Rialp.
Para qué existe el arte? ¿A quién le hace falta? ¿Hay alguien a quien le haga falta? Cuestiones que se plantea no sólo el artista, sino también cualquier persona que recibe o “consume” el arte, como se suele decir con una palabra que desgraciadamente desenmascara con crueldad la relación arte-público en el siglo XX.

A cualquiera, pues, le afecta esta cuestión y a cualquiera que tenga que ver con el arte intenta darle una respuesta. Alexander Blok decía que “el poeta crea la armonía partiendo del caos”… Puskin atribuía al poeta dones proféticos… Cada artista está determinado por leyes absolutamente propias, carentes de valor para otro artista.

En cualquier caso, para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser “consumido” como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. 0 quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante.

Comencemos por lo más general: la función indiscutible del arte, en mi opinión, está enlazada con la idea del conocimiento, de aquella forma de efecto que se expresa como conmoción, como catarsis. Desde el momento en que Eva comió la manzana del árbol de la ciencia, la humanidad está condenada a buscar perennemente la verdad.

Es sabido que Adán y Eva en un principio se dieron cuenta de que estaban desnudos y se avergonzaron. Se avergonzaron porque comprendieron y entonces entraron en el camino del conocimiento mutuo, placentero. Comenzó así un camino que no tendría fin. Es comprensible la tragedia de quienes del feliz desconocimiento fueron lanzados a los hostiles e inaprensibles campos de lo mundano.

“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”…

Así apareció el hombre, “cima de la creación”, sobre la tierra y se hizo dueño de ella. El camino que recorrió desde entonces se suele denominar evolución. Un camino que a la vez es el tormentoso proceso de autoconocimiento del hombre.

En cierto sentido, el hombre va conociendo de forma siempre nueva la naturaleza de la vida y de su propio ser, sus posibilidades y objetivos. Por supuesto que para ello se sirve también de la suma de los conocimientos humanos ya existentes. Pero aun así el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo. Una y otra vez, el hombre se pone en relación con el mundo, movido por el atormentador deseo de apropiarse de él, de ponerlo en consonancia con ese su ideal que ha conocido de forma intuitiva. El carácter utópico, irrealizable de este deseo es fuente perenne de descontento del hombre y de sufrimiento por la insuficiencia del propio yo.

El arte y la ciencia son, pues, formas de apropiarse del mundo, formas de conocimiento del hombre en camino hacia la “verdad absoluta”.

Pero ahí se terminan los puntos que tienen en común esas dos expresiones del espíritu humano creador, insistiendo en que ese espíritu creador tiene que ver no sólo con descubrir, sino efectivamente con crear. Aquí, en este momento, lo que interesa es la diferencia radical entre la forma científica y la forma estética de conocer.

En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva. En la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los antiguos. Es, pues, un camino gradual con ideas que se van sustituyendo unas a otras en secuencia lógica por los conocimientos objetivos más detallados.

Por el contrario, el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la verdad absoluta. Se presentan como una revelación, como un deseo del artista, un deseo apasionado que refulge repentinamente, un deseo de acogida intuitiva de todas las leyes del mundo, de su belleza y su fealdad, de su humanidad y su crueldad, de su ser limitado y de sus limites. Todo esto, el artista lo reproduce en la creación de una imagen que de forma independiente recoge lo absoluto. Con ayuda de esta imagen se fija la vivencia de lo interminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo material, lo infinito, por lo finito. Se podría decir que el arte es símbolo de este mundo, unido a esa verdad absoluta, espiritual, escondida para nosotros por la práctica positivista y pragmática.

Si una persona quiere adherirse a un sistema científico determinado, tiene que activar su pensamiento lógico, tiene que dominar un determinado sistema de formación y tiene que saber entender. El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión, que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada. No quiere proponer inexorables argumentos racionales a las personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia espiritual.


El arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte. El arte moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que buscan tan sólo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad. Pero en el arte no se confirma la individualidad, sino que ésta sirve a otra idea más general y más elevada. El artista es un vasallo que tiene que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un milagro. Pero el hombre moderno no quiere sacrificarse, a pesar de que la verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio. Nos estamos olvidando de ello y así perderemos también la sensibilidad para nuestra determinación como hombres.

Si hablamos de inclinarse hacia la belleza, de que la meta del arte, surgido por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que el arte debe evitar el “polvo” de lo terreno… Todo lo contrario: La imagen artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por la otra, lo mayor por lo menor. Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen.

Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible. La vida está involucrada en esa contradicción, grandiosa hasta llegar a lo absurdo, una contradicción que en el arte aparece como una unidad armoniosa y dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la idea de una imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta descripción nunca le hará justicia. Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en un sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar con palabras, ni siquiera se puede describir. Pero el arte proporciona esa posibilidad, hace que lo infinito sea perceptible. A lo absoluto sólo se accede por la fe y por la actividad creadora. Las condiciones imprescindibles para la lucha del artista hasta llegar a su propio arte son la fe en sí mismo, la disposición de servir y la falta de compromisos externos.

La creación artística exige del artista una verdadera “entrega de sí mismo”, en el sentido más trágico de la palabra. Si el arte trabaja con los jeroglíficos de la verdad absoluta, cada uno de éstos es una imagen del mundo, incluido de una vez para siempre en la obra de arte. Y si el conocimiento científico y frío de la realidad es como un ir avanzando por los peldaños de una escalera sin fin, el conocer artístico recuerda un sistema infinito de esferas interiormente perfectas, cerradas en sí mismas. Las esferas pueden complementarse o contradecirse mutuamente, pero en ningún caso puede una sustituir a otra. Todo lo contrario: se enriquecen mutuamente y forman en su totalidad una esfera especial, más general, que crece hasta el infinito. Estas revelaciones poéticas, de validez eterna, con fundamento en sí mismas, dan testimonio de que el hombre es capaz de conocer y de expresar de quién es imagen.

Además, al arte tiene una función profundamente comunicativa, puesto que la comunicación interpersonal es uno de los aspectos fundamentales de la meta creativa. A diferencia de la ciencia, la obra de arte tampoco persigue un fin práctico de importancia material. El arte es un metalenguaje, con cuya ayuda las personas intentan avanzar la una en dirección a la otra, estableciendo comunicaciones sobre sí mismas y adoptando las experiencias ajenas. Pero tampoco esto se hace por una ventaja práctica, sino por la idea del amor, cuyo sentido se da en una capacidad de sacrificio enteramente contrapuesta al pragmatismo. Sencillamente, no puedo creer que un artista esté en condiciones de crear sólo por motivos de “autorrealización”. La autorrealización sin la mutua comprensión carece de sentido. La autorrealización en nombre de una unión espiritual con los demás es algo atormentador, que no aporta ningún provecho y que en definitiva exige grandes sacrificios de uno mismo. ¿Pero es que no compensa escuchar el propio eco?.

Pero quizá la intuición aproxime el arte y la ciencia, estas dos formas de apropiación de la realidad a primera vista tan contradictorias. Es indudable que la intuición en ambos casos juega un papel importante, aunque naturalmente sea algo más propio dentro de la creación poética que de la ciencia.

También el concepto de comprender designa en cada esfera algo totalmente distinto. El comprender en sentido científico significa estar de acuerdo a nivel lógico, de la razón, es un acto intelectual, emparentado con la demostración de un teorema. El comprender una imagen artística significa, por el contrario, recibir la belleza del arte a un nivel emocional, en algunos casos incluso “supra”-emocional.

La intuición del científico, por el contrario, es un sinónimo del desarrollo lógico incluso en los casos en los que aparece como una luz, como una inspiración. Y esto es así porque las variantes lógicas, sobre la base de informaciones dadas, no conectan continuamente con el principio, sino que se perciben como proceso natural, no como una nueva etapa. Esto quiere decir que el salto consciente en el pensamiento lógico se basa en el conocimiento de las leyes de un campo científico determinado. Y aunque parezca que el descubrimiento científico es una consecuencia de la inspiración, la inspiración del sabio nada tiene que ver con la del poeta. El nacimiento de una imagen artística -una imagen única, cerrada, creada y existente a otro nivel, a un nivel no intelectual- no puede ser explicado por medio de un proceso empírico de conocimiento con ayuda del intelecto. Sencillamente, hay que ponerse de acuerdo en la terminología.

Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero, la imagen, absoluta. Por eso se puede hablar de un paralelismo entre la impresión que recibe una persona espiritualmente sensible y una experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre todo en el alma de la persona y conforma su estructura espiritual.

El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del universo. Es decir, no “describe” el mundo, el mundo es suyo.

Condición imprescindible para la recepción de una obra de arte es el estar dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pero en ocasiones resulta difícil de superar el grado de incomprensión que nos separa de una imagen poética perceptible exclusivamente por el sentimiento. Lo mismo que en el caso de la fe verdadera de Dios, también esta fe presupone una actitud interior especial, un potencial específico. puro, espiritual.

En este punto a veces uno recuerda la conversación entre Stavrogin y Schatov en Los demonios de Dostoievski:
“Sólo quiero saber si Vd. cree en Dios o no”. Nikolai Vsevolodovich le miró con severidad.
“Yo creo en Rusia y en su ortodoxia… Yo creo en el cuerpo de Cristo… Yo creo que su retorno se dará en Rusia… Creo”, tartamudeó Schatov fuera de sí.
`Y ¿en Dios? ¿En Dios?”.
`Yo… creeré en Dios”.”
¿Qué se puede añadir? De forma absolutamente genial se ha recogido aquí esa confusa situación anímica, ese empobrecimiento interior, esa incapacidad, que cada vez más se va convirtiendo en irremisible característica del hombre moderno, al que se puede calificar de impotente en su interior.

Lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad. Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte y lo juzga sin estar dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finalidad de la existencia de éste, ese vacío seduce más de la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al “¡No gusta!” o “¡No interesa!”. Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien ha nacido ciego e intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que experimenta en ello.

Pero, ¿qué es la verdad?

Una de las características más tristes de nuestro tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona corriente queda definitivamente separada de todo aquello que hace referencia a una reflexión sobre lo bello y lo eterno. La moderna cultura de masas -una civilización de prótesis-, pensada para el “consumidor”, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual. Pero el artista no puede, no debe permanecer sordo ante la llamada creadora. Sólo así obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros. Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego.

Sería falso decir que un artista “busca” su tema. El tema se va madurando en él como un fruto y le impulsa hacia la configuración. Es como un parto. El poeta nada tiene de lo que pudiera estar orgulloso. No es dueño de la situación, sino su vasallo; la creatividad es para él la única forma de vida posible, y cada una de sus obras supone un acto al que no se puede negar libremente. La sensibilidad para la necesidad de ciertos pasos lógicos y para las leyes que los rigen sólo aparece cuando existe la fe en un ideal; sólo la fe apoya el sistema de las imágenes (o, lo que es lo mismo, el sistema de la vida).

El sentido de la verdad religiosa se da en la esperanza. La filosofía busca la verdad determinando los límites de la razón humana, el sentido del actuar y de la vida humanos (y esto es válido incluso en el caso del filósofo que llega a la conclusión de que el actuar y la existencia humanos carecen de sentido).

Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional dei arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda.

Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de arte así, el observador experimenta una conmoción profunda, purificadora. En aquella tensión específica que surge entre una obra maestra de arte y quien la contempla, las personas toman conciencia de los mejores aspectos de su ser, que ahora exigen liberarse. Nos reconocemos y descubrimos a nosotros mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros propios sentimientos.

Una obra maestra es un juicio -en su validez absoluta- perfecto y pleno sobre la realidad. cuyo valor se mide por la medida en que consiga expresar la individualidad humana en relación con lo espiritual.
¡Qué difícil es hablar de una gran obra! Sin duda. además de un sentimiento muy general de armonía, existen otros criterios claros que no permiten descubrir una obra maestra dentro de la masa de otras obras. Además. el valor de una obra maestra es relativo. en relación con el que lo recibe. Normalmente se cree que la importancia de una obra de arte se puede medir por la reacción de las personas frente a esa obra. por la relación que resulta entre ella y la sociedad. En términos generales, esto es cierto. Pero lo paradójico es la obra de arte. en ese caso. depende totalmente de quienes la reciben, de que esa persona sea capaz o incapaz de descubrir, de percibir lo que une la obra con el mundo en su totalidad y con una individualidad humana dada, que, es el resultado de sus propias relaciones con la realidad. Goethe tiene toda la razón cuando dice que es tan difícil leer un buen libro como escribirlo. No puede existir una pretensión de objetividad del propio juicio, de la propia opinión.. Cada posibilidad, aunque sea sólo relativamente objetiva, de un juicio, está condicionada por una variedad de interpretaciones. Y si una obra de arte tiene un valor jerárquico a los ojos de la masa, de la mayoría, esto suele ser el resultado de circunstancias casuales y resulta por ejemplo del hecho de que aquella obra de arte tuvo suerte con quienes la interpretaron. Por otra parte, las afinidades estéticas de una persona en muchos casos dicen mucho más sobre la propia persona que sobre la obra de arte en sí.

Quien interpreta una obra de arte, normalmente centra su atención en un campo determinado para ilustrar en él su propia posición, pero en muy pocas ocasiones parte de un contacto emocional, vivo, inmediato, con la obra de arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común para llegar a un juicio original, independiente, “inocente” -por llamarlo de algún modo-; pero el hombre normalmente busca confirmación de la propia opinión en el contexto de ejemplos y fenómenos que ya conoce, por lo que juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con experiencias personales. Por otro lado, la obra de arte cobra, gracias a la multiplicidad de los juicios que sobre ella se emiten, una vida cambiante, variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida.

“…Las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad -sólo lo grandes poeta son capaces de leerlas-. Las masas. sin embargo, las leen como si leyeran las estrellas… si hay suerte, como astrólogos, pero no como astrónomos. A la mayoría de las personas se les enseña a leer sólo para su propia comodidad, como si se les enseñara a contar para que puedan comprobar cuentas y no ser engañados. Pero del leer como noble ejercicio intelectual no tienen idea; además, sólo hay una cosa que se puede llamar leer en el más alto sentido de la palabra: no aquello que nos adormece narcotizando nuestros más altos sentimientos, sino aquello a lo que hay que acercarse de puntillas, aquello a lo que dedicamos nuestras mejores horas de vigilia.”

Así decía Thoreau en una página de su maravilloso Walden.

Lo bello, lo pleno en el arte, la maestría, se produce, en mi opinión, cuando ni en las ideas ni en la estética se puede entresacar o destacar algo sin que sufra su totalidad. En una obra maestra es imposible preferir determinadas partes a otras. Es imposible “tomar de la mano” a su creador a la hora de formular los objetivos y las funciones que van a tener valor definitivo. En este sentido, Ovidio escribía que el arte consiste en que uno no lo perciba, y Engels decía: “Cuanto más escondidas estén las intenciones del autor, tanto mejor para el arte”…

De modo muy similar a cualquier organismo, también el arte vive y se desarrolla en la pugna entre elementos contrapuestos. En este campo, las partes contrarias se entremezclan y van perpetuando la idea casi hasta el infinito. Esta idea, que hace de una obra arte, se esconde en el equilibrio de las contradicciones que la constituyen. Por eso, una “victoria” definitiva sobre la obra de arte, la claridad inequívoca de su sentido y sus funciones, es imposible. Por este motivo decía Goethe que una obra de arte está tanto más elevada cuanto más inaccesible es a un juicio.

Una obra de arte es un espacio cerrado, ni demasiado frío ni caliente en exceso. Lo bello es el equilibrio entre las partes. Lo paradójico es que una creación de esta clase desata menos asociaciones cuanto más perfecta es. Lo perfecto es algo único. 0 está en condiciones de producir una cantidad prácticamente infinita de asociaciones, lo que al fin y al cabo es lo mismo.

Cuántas casualidades en las afirmaciones de los científicos, los expertos en arte, al hablar de la importancia de una obra de arte o de la grandeza de una obra frente a otras.

En este contexto, y naturalmente sin pretensiones de emitir un juicio objetivo, quisiera citar algunos ejemplos de la historia de la pintura, del Renacimiento italiano sobre todo. ¡Cuántos juicios en este campo que a mí sólo consiguen asustarme!.

¿Ha habido alguien que no haya escrito sobre Rafael y su Virgen Sixtina? Hay quien es de la opinión que aquí el genio de Urbino expresa de forma consecuente y perfecta la idea del hombre cuya personalidad ha adquirido al fin forma, que ha descubierto al mundo y a Dios, en sí y a su alrededor, tras su multisecular postración frente al Dios de la Edad Media, a quien hasta entonces su mirada se dirigía con tal rigidez que no podía desarrollar plenamente sus fuerzas éticas. Consideremos de momento que esto es cierto. Pues tal como la representa este artista, la Virgen María es una mujer burguesa normal y corriente, cuyo estado interior, tal y como aparece representado en el lienzo, se basa en la verdad de una vida. Teme por su hijo, cuya vida será sacrificada por los hombres. Aunque sea para salvarlos, para descargarlos de su lucha contra el pecado.

El arte tiene una función profundamente comunicativa, puesto que la comunicación interpersonal es uno de los aspectos fundamentales de la meta creativa.
Todo esto realmente ha quedado profundamente “grabado” en ese cuadro. En mi opinión, está incluso excesivamente claro, porque desgraciadamente la idea del artista se queda en lo superficial. En este pintor llama desagradablemente la atención su tendencia a lo dulzón y a lo alegórico, algo que domina toda la forma y a cuyo servicio están puestas también las cualidades puramente pictóricas del cuadro. El artista concentra aquí su intención en ilustrar una idea, en una concepción especulativa de su trabajo, y lo paga con la superficialidad, la falta de vida de su pintura.

Al hablar así, tengo ante mis ojos la voluntad, la energía, la tensión de la pintura, elementos que me resultan imprescindibles. Los encuentro en la pintura de un contemporáneo de Rafael, en el veneciano Vittore Carpaccio. En su obra supera todos los problemas morales ante los que se encontraba el hombre renacentista, cegado por la realidad “humana” que se le venía encima. Y lo hace con medios puramente pictóricos, no literarios, a diferencia de la Virgen Sixtina, con un cierto sabor a predicación, a adoctrinamiento. Carpaccio expresa con valor y dignidad las nuevas interrelaciones entre individualidad y realidad material. No cae en los extremos del sentimentalismo y consigue dominar su apasionada postura, su entusiasmo por el proceso de liberación del hombre.

En 1848, Gogol escribía a Shukovski: “… el adoctrinar con la predicación no es lo mío. Además, el arte ya es un adoctrinar. Lo mío es hablar en imágenes vivas, no en juicios. Yo tengo que crear la vida como tal, no tengo que tratarla”. ¡Qué verdad hay en esta frase! En caso contrario, el artista impone sus pensamientos al público. Pero ¿quién no dice que el artista es más listo que el que está sentado en la listo que el que está sentado en la sala o tiene un libro abierto en las manos? El poeta piensa en imágenes. ¿Pero es que aún no está claro que el arte no está en condiciones de enseñar nada a nadie, cuando durante cuatro mil años no se ha podido enseñar nada a la humanidad?.

Si fuéramos capaces de asumir las experiencias del arte, los ideales que en él se expresan, hace tiempo que, gracias a ellos, seríamos mejores. Pero el arte, desgraciadamente, sólo a través de la -conmoción, de la catarsis, está en condiciones de capacitar al hombre para lo bueno. Sería absurdo partir de la base de que el hombre puede aprender a ser bueno. Eso no es posible; como no es posible aprender del ejemplo “positivo” de la Tatiana de Puskin a ser una mujer “fiel”, por mucho que se diga así en las clases soviéticas de literatura.

Pero volvamos a la Venecia renacentista. Las composiciones de Carpaccio, tan ricas en figuras, entusiasman por su ensoñadora belleza. Ante esos cuadros, uno tiene el maravilloso sentimiento de la promesa: cree que ahora se le explicará lo inexplicable. Hasta ahora me resultaba incomprensible qué es lo que conjura aquella tensión psíquica, de cuyo encanto uno no se puede liberar, porque esa pintura le conmueve casi hasta dejarle atemorizado. Quizá incluso transcurran horas hasta que empiece a reconocer el principio de la armonía en los cuadros de Carpaccio. Pero cuando uno al fin lo ha comprendido, queda ya para siempre cautivado por esa belleza, por aquella primera impresión que se tuvo.

Y ese principio de la armonía es extraordinariamente sencillo y expresa en grado máximo el espíritu humano del Renacimiento; en mi opinión, mucho mejor incluso que la pintura de Rafael. Me estoy refiriendo al hecho de que el centro de las composiciones del Carppaccio, con tantas figuras, es cada una de las figuras, cada una por separado. Si uno se concentra en una de las figuras, en cualquiera de ellas, de inmediato reconoce con sorprendente claridad que todas las demás, la ambientación y el entorno, sólo son un pedestal para aquella figura “casual”. El círculo se cierra y la voluntad contemplativa del observador sigue inconsciente y perseverante el flujo de la lógica de los sentimientos que buscaba el artista, va paseándose de un rostro a otro, rostros que se pierden en la masa.

Estoy muy lejos de querer convencer al lector acerca de mi visión de los grandes artistas, de sugerirle que frente a Rafael prefiera a Carpaccio. Sólo quiero decir lo siguiente: aunque todo arte en último término es tendencioso y aunque ya el estilo no es otra cosa que tendencia, la tendencia puede perderse en la profundidad, expresada multiformemente, de las imágenes representadas o ser patente hasta en modo chillón, como sucede con la Virgen Sixtina de Rafael. Hasta Marx hablaba de que había que esconder la tendencia en el arte, para que no salte como el muelle de un sofá viejo.

(*) LA BIOGRAFIA DE ANDREI TARKOWSKI

Andrei Tarkowski, nacido en 1932 en la localidad soviética de Zavraje, a orillas del Volga,manifestó desde su infancia una decidida vocación artística, que entonces no se concretaba plenamente: se interesaba por la música, la pintura y la literatura. A tal inclinación debió contribuir la esmerada educación que le proporcionó su padre, el poeta Arseni Tarkowski.

A la edad de veinte años inicia sus estudios cinematográficos, bajo el magisterio del director Mijail Romm. Su primer largometraje es La infancia de Iván , data de 1962 y en él se hallan los gérmenes de su creación de madurez, La película, en el conjunto de su producción, acusa la influencia de una cinematografía más convencional, que se evidencia en ese cierto apego a la narrativa del cine clásico. Sin embargo, esta primera gran obra contiene unos elementos que se proyectan hacia otro nivel de creación, fruto de una voluntad esteticista y aun propiamente poética.
A ese intento responden los reiterados sueños del protagonista, la carga significativa de los tiempos muertos, las rupturas en la línea narrativa, la actitud reflexiva que con frecuencia se apodera del personaje, etc., etc. Tales hallazgos la hicieron merecedora del León de Oro en el Festival de Venecia.

Los caracteres estéticos mencionados se intensifican en sus producciones posteriores, como Andrei Rubiev , de 1966, que le hizo sufrir las primeras dificultades con la censura soviética. Esta recrudece sus invectivas contra el artista en las películas siguientes: Solaras (1972), El espejo (1974) y Stalker (1979), que muchos consideran su obra maestra. Pero, pese a esas limitaciones que le impone el régimen de su país, Tarkovski sigue acudiendo a los certámenes internacionales de cine. El exilio le ofrece un clima de libertades más favorable, aunque tampoco se manifestó propicio hacia su trabajo. En Italia rueda Nostalghia , en 1983. Su última película es Sacrificio , de 1986, en la que su ideario artístico ya ha alcanzado la perfección prevista desde mucho tiempo antes. Muere en París el 29 de diciembre de 1986.
Revista “Atlántida”, Nº 6 Ed. Rialp. Madrid. (Págs. 26-33)

Edición digital en Arvo Net por cortesía de Ediciones Rialp
Deconstruir, una paradoja creativa                             
Borja Ruiz.
Quemar el campo para abonarlo. Afirmar algo negando su contrario. Un niño que reordena las piezas del juego para inventarse un nuevo juego. Un collage de imágenes con orígenes diversos que se vuelve fotografía de un mismo paisaje. John Cage silenciando los instrumentos para que la música sea creada por el entorno, por los pájaros, por las respiraciones, por el crujir de las ropas cuando los cuerpos cambian de posición. La escultura que ya no es piedra ni bronce, sino el espacio vacío que engendran. Las Meninas pintadas por Picasso. Destruir pensando en crear. Deconstruir.

Cuando pensamos en crear parece que todo debe verse en clave constructiva. El lenguaje lo evidencia: una obra de arte nace, emerge o brota. Supuestamente sería un sin sentido hablar de una creación que comienza destruyéndose, que es ceniza antes que llama, que necesita ser aniquilada para sobrevivir. Y sin embargo esta aparente contradicción es un procedimiento de creación más habitual de lo que parece, al menos en escena. Descomponer una realidad para reconstruirla y mostrarla de una forma diferente. ¿No es acaso eso lo que hacen los creadores escénicos? Tomar un fragmento de vida, despedazarlo y volver a unir los pedazos hasta hacer de ellos una única pieza. ¿Hacer teatro no es una manera de deconstruir la vida?.

Mencionamos la deconstrucción y ello nos deriva a las sesudas disquisiciones del filósofo Jacques Derrida, tan difíciles de apresar en sencillas explicaciones. En un planteamiento más pragmático, sin embargo, tal vez sea más fértil traer a colación el concepto de deconstrucción que se utiliza en la gastronomía y no en la filosofía. Sin que sirva de precedente, acercaremos el teatro a la ciencia de la cocina y no a la del pensamiento. Hablaremos pues, a riesgo de herir sensibilidades elevadas, de Ferrán Adriá y no de Heidegger o Derrida.

Por lo leído, Adriá ha revolucionado la cocina de vanguardia introduciendo la idea de la deconstrucción, que vestidos con el delantal y el sombrero blanco, viene a ser aislar los ingredientes de un plato determinado y mezclarlos de tal forma que el aspecto y la textura cambian radicalmente en relación al plato original, mientras el sabor permanece inalterado. Un ejemplo clásico es la tortilla de patata líquida. Adriá ha elaborado una tortilla de patata utilizando sus ingredientes clásicos (el huevo, el aceite y las patatas de toda la vida), pero que se sirve en un vaso y se come a cucharadas. Ignoro lo bueno o malo que esconde este proceder para la gastronomía, pero me parece un ejemplo muy gráfico y atrayente de la deconstrucción aplicada en sentido creativo.

Si jugamos a hacer analogías para la escena, esta idea podría ser aplicada a la acción física, una de las materias primas principales de la escena. Sabemos por Stanislavski que una acción puede ser fragmentada en acciones más pequeñas, para comprenderlas e incorporarlas con credibilidad y organicidad. El maestro ruso aconsejaba descomponer las acciones del personaje en unidades cada vez más pequeñas, siempre que éstas guardasen un objetivo claro y concreto. Tomemos como ejemplo la acción física de coger una piedra del suelo. Podríamos dividir la acción entre tres: mirar hacia un lado, agacharse y asir la piedra. Stanislavski nos instaría a comprender el objetivo de cada una de esas acciones según las intenciones del personaje... Pero, ¿podemos descontextualizar la acción de la vivencia del personaje? ¿Podemos jugar a deconstruir la acción? ¿Se puede cambiar el aspecto y la textura de esta acción? Sigamos con el ejemplo. ¿Qué sucedería si la mirada es lenta y suave, y el agacharse y el asir son fugaces? ¿No estaríamos acaso robando una piedra preciosa? Y si la mirada es veloz, y el agacharse y el asir son delicados y pausados... ¿Se trata quizá de una piedra con una inscripción que alguien conocido ha dejado como regalo para nosotros? Y si la acción en su conjunto se ejecuta de forma dura y cortante... ¿Es tal vez una piedra que se usará para golpear en la cabeza de un enemigo? Y si ejecutamos cualquiera de estas acciones sin la presencia de una piedra... ¿La acción se convierte en danza?
Tirando del ovillo, podríamos llevar esta paradójica destrucción a otras áreas creativas... ¿Cómo se puede deconstruir la voz, la palabra, el espacio escénico o la luz? ¿Se les ocurre alguna idea?
Mostrar la nada
Jose Luis Arce
 El punto ciego del huracán. La nada en el centro de los vórtices. No hay explicación. El centro que es punto zero de sonido y visualidad. Nada más extender los brazos para ser arrastrado por las vorágines contextuales. El centro de los ciclones es un punto de desnutrición del ser pero que apofáticamente podemos ver en el contraste de lo que no es. Y aún así, es un centro tenso donde se desquician las fuerzas, las potencias, las direcciones, los disparos de energía. El no-lugar del huracán no es inocente. Es una nada cargada de un vacío destructor. Se puede enceguecer por ver el vacío. Se trata de una nada corrosiva y amenazante, donde las prepotencias ontológicas pueden caer al agujero negro que las catapulta a una nueva dimensión de antimateria. La escena como el sitio centrípeto-centrífugo de una mutación furiosa. El punto de trasmigración de los estados. Se trata de localizar la zona de quiebre de esa traspolación. El punto de re-encarnadura del ser. Con lo que, sabemos, es un viaje a través del vértigo, hasta el mismo pánico. Ya no vale hurgar detrás de las imágenes. De re-invaginarnos en un anti-nacimiento biológico que nos catapulte a una pista donde se diriman las cosas sin complejo de Edipo, sin castraciones ni clivajes fatales. La ley del deseo es trágica, inapelable y también unidimensional. Una reversión no es una inversión ni una involución. Es más bien una reversibilidad por la espiral cósmica
El mundo del teatro tiene, hoy por hoy, más conflictos de orden ontológico que económicos, profesionales o productivos. La poesía es ante-vitam y no se captura con el protocolo de las técnicas. El enfríamiento de los signos, es una entropía aceptada, internalizada. Hay un ladrillo elemental que el acelerador de partículas que conforma el 'misterio humano' sólo puede develarse por la serendipia insondable del arte, de la voluntad artística. Mostrar la nada material. La sola idea impone un desmantelamiento, un abandono, una suspensión de lo que creemos ser. Una nada que otorgue derechos a una nueva procreación. Un nuevo deseo de llenar. Un nuevo crímen cometido en común. Para ello, una dietética a la obesidad sobresaturada de las culturas atenazantes. Una purga que alivie el tracto existencial. La representación es un agujero negro a la a-representación. Miguel A. Hernández Navarro lo dice inmejorablemente en 'La so(m)bra de lo real'. Sobrexceso por histeria, y como en el Bacon estudiado por Deleuze, por la que se puede focalizar un rostro, un cuerpo, para amplificar la sensación. Por la imposibilidad de proferir el grito del silencio. Y sin embargo, ser lo que se es o lo que se es no es sino el problema cultural acrisolado en las propias carnes. Una brutal catarsis. Una purificación del hieros logos que lacera las carnes. Una nueva condición humana que deslinde el complejo autofágico que la sostiene. Una dramaticidad donde la piel que es lo más profundo (Valery), se invierta como un guante para que la paradoja abarque la palpación de la realidad, a través de órganos expuestos y permita aquilatar de aquella las bases de un nuevo inconsciente. Si se iba a Dios por lo que no era, por qué no llegar al hombre de la misma manera. La capacidad de corporizar rompe con las poéticas abstrayentes. La realidad no existe, se autoconstruye a pedido. La realidad no religa con el control social. Diluír las autocracias funcionales del teatro (Director, Actor, Autor). El escenario es una bisagra de la socialidad, pero no se mancha con pedestres instrumentalizaciones.

No se trata del papel en blanco, sino de una superación de la dialéctica memoria-olvido.

La propuesta de Wajcman: "lo que no puede verse ni decirse, debe mostrarse". La palabra exaspera la presencia. El hombre ya sabe todo, pero no se trata de des-aprender para una nueva pureza, sino de limpiar. En ese trance, el homo dramáticus lo es en sí mismo y hablar de ello es redundante, por lo que, la poesía está en otra parte. Ya no se trata del 'conócete a ti mismo' porque el hombre ha sido disecado de todas las formas. No es cuestión de desaprender lo humano que somos, sino de validarlo en otro status. El cul de sac de las artes que se niegan a sí mismas, ya no es cuestión de esa 'ceguera histérica' de la que habla Hernández Navarro que no es sino un "no ver más del mismo modo".